“Se murió de un pasón de cemento… ¡le cayó un edificio encima en el terremoto del 85!”. Este chiste, entre cruel y bobo, es recurrente cuando se recuerda a Rockdrigo González, un músico que con recursos precarios y una cortísima carrera logró instalarse para siempre en la memoria musical chilanga. Y por si a alguien ya se le andaba olvidando, basta con transbordar en metro Balderas para acordarse de él y sus rolas, porque ahí hay una estatua en su honor.
Inmortalizado por el escultor jalisciense Alfredo González Casanova, es una versión monocromática del músico, con su eterno lente oscuro –que ocultaba eficazmente el ojo rojo de la pacheca– y su guitarra. La pusieron ahí el 19 de septiembre de 2011, en su 26 aniversario luctuoso. La ubicación no podía ser mejor: “Estación del metro Balderas” es una de sus rolas más conocidas, aunque también cantó sobre el perro del Periférico, el ama de casa un poco triste, las ratas vestidas con trajes finos, los vatos gandalletes que te asaltan, los intelectuales sin varo y otros arquetipos de la capital.
Rockdrigo era chilango en el sentido antiguo de la palabra. Nació y creció en Tampico, Tamaulipas, y a finales de los 70 llegó a la Ciudad de México con su guitarra y trazas de música huasteca y norteña. Empezó tocando covers traducidos de rock en inglés, y poco a poco se aventó a tocar sus propias rolas, crónicas urbanas llenas de poesía y humor. Sólo alcanzó a grabar un disco, bueno, un casete: Hurbanistorias. Él mismo lo vendía después de sus toquines en hoyos fonqui del DF. Después de su muerte se editaron un par de álbumes más, con grabaciones caseras y en vivo que lograron rescatarse.
En el documental La Hurbanistoria de Rockdrigo de Rafael Montero, hay un testimonio muy chido de Mireya Escalante, la ex del músico. Dice que Rockdrigo se comió unos hongos en la sierra y en el viaje se encontró con el profeta del nopal, quien le dijo que debía hablar de los problemas que venían. Así se convirtió en el sacerdote rupestre que cantaba sobre el caos de la ciudad. Por eso se hizo legendario: sus letras son una guía espiritual para enfrentar y sobrevivir las aventuras en esta ciudad.
Foto: Lulú Urdapilleta