La sala se oscurece y en pantalla se proyecta el aviso de que a continuación se presentará una película filmada en glorioso CinemaScope. La toma se abre sobre una carretera tinta en los cada vez más atípicos colores y texturas de ese celuloide que ha sido devorado por la fría perfección del cine digital y la alta resolución. Las pupilas se dilatan y durante esos primeros minutos el shot de nostalgia entra directo a la vena. Por un instante parece que aquello que se desenvuelve ante nuestros ojos estará a la altura de las expectativas generadas por Damien Chazelle: el joven prodigio ante el que Hollywood se hincó tras esa visceral e impactante oda a la perfección musical que estrenó bajo el nombre de Whiplash. Sin embargo, una vez terminada la vistosa secuencia inicial, que se sucede casi por arte de magia en un plano secuencia trucado pero virtuoso, los hilos y engranajes detrás del “perfecto” dispositivo de nostalgia engendrado por Chazelle comienzan a revelarse en toda su flagrante simplicidad.
Protagonizada por la “encantadora” Emma Stone y el mejor actor cómico-musical del año, según los Golden Globes, Ryan Gosling, La La Land narra la relación de dos jóvenes que buscan triunfar en el mundo del espectáculo: la primera es una actriz tímida y poco talentosa que busca hacerla en grande en Hollywood, sin mayor aspiración intelectual que ser admirada por la gente que, como ella, venera a las celebridades que ve desfilar por la calle (la idea de que además de actriz es guionista representa sólo un paliativo para disfrazar la superficialidad del personaje); el segundo es un jazzista con un poco más de intencionalidad artística, cuyo objetivo es revivir un género musical que según él está “en vías de extinción”, esto mediante la construcción de un club en el que se pueda tocar jazz en su estado más puro.
Los dos personajes protagónicos funcionan como evidentes proyecciones de Chazelle y del mundo que éste mejor conoce, situación que no tendría nada de reprochable de no ser porque el discurso del filme actúa como una especie de metarrelato referencial, cuyo objetivo principal es validar en todo momento la noble tarea emprendida por Chazelle para revivir al musical cinematográfico (y en el proceso construir un dispositivo de nostalgia que más que entrañable resulta descarado). “It feels really nostalgic to me… Are people gonna like it?” dice casi a la mitad del filme el personaje de Stone sobre el monólogo que decide escribir para lanzar su carrera como actriz. Gosling se queda un rato mirándola y le responde “Fuck them!“. Chazelle se habla a sí mismo a través de sus personajes y se mira a través de ellos en un espejo. Él es el insufrible héroe de su película.
Por fortuna para el espectador, cuando uno consigue dejar de lado diálogos tan cursis y moralinos como “Maybe I’m not good enough… / Yes, you are / Maybe I’m not… It’s like a pipe dream / This is the dream, It’s conflict and it’s compromise, and it’s very, very exciting!”, lo que queda es una película visualmente estupenda, construida en torno a secuencias musicales que, a pesar de no ser todas igualmente afortunadas, cumplen el cometido de transmitir un entrañable goce estético, cortesía de la colaboración entre Chazelle y su fotógrafo Linus Sandgren, quienes sin duda ven su momento estelar en los últimos quince minutos del filme: colofón que casi obliga al espectador a perdonar los fallos de la cinta, y que comprueba la habilidad del director norteamericano para generar clímax sensoriales extraordinarios.
Sin embargo, al final del día, La La Land es una película que fracasa en su intento por revitalizar al género cinematográfico del musical y que, del mismo modo que su protagonista, intenta venderse al público como un producto especial dado su erudito manejo referencial, sin darse cuenta que queda a años luz de los grandes del género como Demy, como Kelly, como Wise, y como tantos otros a los que este espectáculo bello pero vacío no hace más que bocetar.
(Foto: Cortesía)