Cuando decidí ponerle a mi segunda novela el título de El Siglo de las Mujeres sabía que estaba cometiendo un acto de estupidez. Esto por la sencilla razón de que no se puede nombrar algo que aún no ocurre. Joven aún, el siglo XXI está en marcha y sabrá dios cómo será recordado (¿Edad Media 2?). Sin embargo, el título que elegí para mi libro tiene que ver, por si no la han leído, con que me parece que estamos frente a una coyuntura histórica, un punto de ebullición imposible de contener: se viene el tiempo de las mujeres. ¡Enhorabuena!
Espero con alegría a la generación de mujeres que ya no pensarán que serlo “es más difícil”, simplemente porque ya no lo es. Es chamba de todos. Imagino un mundo a la vuelta de la esquina en el que se da por sentado que ambos géneros somos engranes similares de la majestuosa maquinaria humana.
A la par estoy convencido de que el futuro consiste en entender el pasado y, dado que soy incapaz de pensar en otros términos que no sean los literarios, utilizaré este texto para enumerar y recomendar a un par de escritoras que adoro, precursoras en el arte antiquísimo de ser unas chingonas. No caben todas.
Josefina Vicens y su Libro Vacío, Elena Garro con Los Recuerdos del Porvenir, Rosario Castellanos y Balún Canán, e Inés Arredondo tiene varios cuentos que son auténticos milagros de la literatura. Pienso naturalmente en la poderosa Carson McCullers; ojalá me entierren con su novela El corazón es un cazador solitario. Mi hallazgo del año pasado fue la zorra astuta de Dorothy Parker. Evoco con respeto a Agota Kristoff. Y les suplico que lean la más grande historia de amor jamás contada: Las memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
Ya ebrio suelo decir: “Mi figura paterna es a quien esté leyendo en ese momento”. No es contradictorio que, a veces, ese padre que me guía sea una luminosa mujer.