Sentado en uno de esos bares de gomichelas que rodean el Estadio Azul, previo a un empate a ceros, se me acerca un joven flaco y desaliñado, incluso sucio. Con una sonrisa que no le cabe en el rostro me pregunta alegremente que cómo estoy mientras me acerca el brazo intentando estrechar mi mano. Reconozco una charola llena de cupcakes y le digo que “no, gracias”.
Algo balbucea, necio pero alegrísimo, como si el hecho de haberme encontrado fuera lo mejor que le ha pasado en la vida. Yo, para alejarlo, me enfoco en el collar de burbujas en mi chela. Varios días después noto sobre Reforma a un comando afín de vendedores. Piropean a las señoritas que van pasando, las persiguen, les chulean el atuendo o la sonrisa.
El domingo pasado, saliendo de disfrutar a la OFUNAM en la Nezahualcóyotl, escucho como un chavo le dice a dos jovencitas que se les cayó algo. Cuando ellas se detienen alarmadas mirando el suelo, él completa su selling line: “se les cayó la guapura” y alza la tapa de plástico de su charola de cupcakes.
¿Los han visto? Estos vendedores de cupcakes ligadores se suman al ambulantario de la Ciudad de México. Un muestrario de locura, nomadismo y fayuca: los niños con mazapanes asoleados, los vendedores de perfumes sin fijador adentro de una desgastada bolsota del Palacio de Hierro, los pípilas de la bocina en el Metro, los insufribles embajadores de UNICEF, los valientes que ofrecen pan de nata en el tercer carril de una vía rápida que conecta a la ciudad con una carretera, los supuestos enfermos de SIDA que venden empanadas, etcétera, etcétera…
Quizá peque de romántico o busco literatura donde no la hay, pero debe haber un líder detrás de todo esto, ¿no? Alguien le está diciendo a estos chavitos cupcakeros (perdón por la horrorosa palabra) que oferten sus panecillos con charm y coquetería. Caramba. Imagino las sesiones de entrenamiento y hasta se me antoja uno de chocolate.