Tengo un malviaje de lo más idiota, extremadamente frívolo. De antemano sé que me merezco una ‘pamba china’, pero ahí les voy. Cada vez que me preguntan dónde vivo, me agarro el pelo, volteo para otro lado, me río nerviosamente y contesto, suavecito, casi susurrando: “En la… Roma”. Inmediatamente suelto mi justificación: “¡Pero en la parte que no está hipsterizada! ¡No hay ni un bar escenoso por ahí! ¡Y estoy a una cuadra del Metro! ¡Llego de volada al resto de la ciudad!”. Traducción: “¡Por favor no vayas a creer que soy una pinche fresita que se vino a vivir al barrio de moda y cuya idea de comida callejera es el Mercado Roma! ¡Te juro que no me dejan entrar al M.N Roy! Es más, ¡ni sé qué es eso!”.
Qué babosada, ¿no? Llevo seis años cómodamente instalada acá. Mi departamento está bonito, en efecto me muevo rápido a todos lados –me ahorro una lanísima porque casi no necesito taxis–, se come muy rico y barato en mi cuadra y hasta hay una tienda de abarrotes 24 horas a la vuelta. No me quiero ir nunca. Pero no me gusta lo que vivir en la Roma “dice de mí”. Es un barrio cuyo discurso actual “no me representa”. Como si la colonia fuera algo que te pones, un producto de consumo: un bolso MK, un coche blanco con alerones, un tatuaje de letras árabes, una camiseta de los Black Keys. Ay, ¡me avergüenzo de que me avergüence! ¡Es un vergüenception!
Pero como soy una persona razonable (poquito), no me mudo que no y que no. ¿Se imaginan? ¿Ir persiguiendo los barrios “auténticos” e irlos abandonando cuando ya estén “muy choteados”? “Dejo la Roma, me voy a la Juárez”. Y luego a San Rafael, Tabacalera, Santa María la Ribera, Anáhuac, Popotla, Clavería… y así hasta llegar a Tlalnepantla. Y luego de regreso. Ser un trashumante de la gentrificación. Todo con tal de preservarse cooooool, de poder presumir que llegaste antes que todo mundo. ¡Pfff!
Les advertí que era una estupidez. Ahora procedo a meterme debajo de las cobijas, recibir los zapes virtuales y esperar a que la colonia termine de pasar de moda.
(Tamara De Anda)