Ellas no son mujeres, son criaturas que sirven para el negocio. Y ya
Cuando despertó se dio cuenta de que seguía encadenada al miedo. ¿Quién es esta criatura aborrecida por algunos hombres y que recién abre los ojos? No hay tiempo para responder esa pregunta. Despertó tras las escasas dos horas que duró su sueño. Pocas horas, pero profundas. No se puede dormir más cuando hay tantas carencias y temores, cuando se tiene que estar atenta a que no la ataquen, le roben, le golpeen o se lleven a sus tres hijas. Ellas viven en un peligroso y pobre barrio de paracaidistas donde hasta los perros van armados.
Hay que levantarse de la cama y limpiarse con la poca agua que queda en los tambos. Lo mejor será lavarse lo estrictamente necesario y pestilente para evitar ser despreciada por algún hombre, de esos buenos, que algún día se fijarán en ella tal y como sucede en las telenovelas. ¿Qué tal si alguien honrado le grita “guapa” y por primera vez le gusta que se lo digan en la calle? Basta. ¿Sigue soñando? ¡Despierta! Después de regañarse a sí misma, se alistó lo más rápido que pudo, en silencio, para no despertar a las hijas que durmieron, como siempre, en la misma cama junto a ella.
Las niñas más tarde despertarán solas, se vestirán solas y desayunarán solas. Desde pequeñas aprendieron a encaminarse por la mañana hacia su futuro: incierto, porque pueden morir si deciden tomar las oportunidades que les dan los criminales, o morir también si deciden no tomar esas oportunidades y son secuestradas para su explotación. Historias así se reproducen alarmantemente en el barrio. “Ojalá que regresen sanas y salvas de la escuela”, piensa, mientras las mira desde la puerta antes de salir y comenzar a caminar casi rebotando entre las piedras del camino de bajada en ese cerro donde está su casa chueca hecha de ladrillos, láminas, cartón, plásticos, tinacos sin o con poca agua que ha ido coleccionando tras las visitas de los candidatos a cualquier cargo que les prometen nada a cambio de su voto.
No desayunó porque prefirió que lo poco que había se lo repartieran sus hijas. Por eso las tripas harían el ruido que desde chiquita hacían cuando tenía hambre, según cuenta su hermana. Esas tripas, tal vez, rugieron igual que los pasos de quienes la venían siguiendo para derribarla. Ella intentó gritar, pero o gritaba o respiraba. Sentía morir asfixiada. Eran dos hombres que habían escuchado buenas referencias sobre ella: nalgona, chichona y sus chillidos eran como gasolina excitante para el tractor que se la coja. La dejaron tirada, pero pronto se levantó. Esta violación duró poco, según le contó más tarde a su única hermana (la misma que me lo contó a mí). “Denúncialos, ya te agarraron de bajada”, le dijo, “vamos, yo te acompaño”, pero ella respondió: “No, tengo que llegar a cobrar lo que me deben”. Además, la violación sucedió donde no hay cámaras de (presunta) vigilancia, rumbo a la parada del camión, donde si alguien más pasa junto a ti hace como que no ve nada.
Está herida, pero no puede regresar a casa, tiene que ir a cobrar al trabajo donde gana menos que los demás que son hombres y limpian igual —o menos— que ella.
A pesar del ataque, en su pantalón seguían el celular, de esos viejitos, y los diez pesos justos para pagar la micro; no la querían robar, sino violar. Se dio cuenta de que el cierre y el botón del pantalón se rompieron, así que, con una mano debió ir agarrando la prenda y con la otra se aferró al tubo.
Casi dos horas parada en ese microbús repleto. Circunstancia inmejorable para que otro hombre, de esos que se levantan jariosos hoy y todos los días, le restriegue sus genitales en las ropas sucias sin que nadie alrededor diga nada. Siente al perverso tras de ella, pero no puede gritar, tal vez por miedo, por resignación o por todo eso y más. Siente que llora. Sí, criaturas como ella lloran. Pero ella no sabe si está llorando hacia dentro o sus lágrimas salen por los ojos. Da igual. Se siente inundada.
Llegó a la parada, se bajó, caminó con menos miedo porque hay luz de día y es una zona de ricos. Ahí no violan en la calle tan fácilmente. Quiere cobrar lo que le deben. En la recepción del lujoso edificio donde trabajaba la ven con asco, como siempre. Si por ella hubiera sido, habría estudiado al menos hasta la secundaria porque le gustaba leer, pero no alcanzaba el dinero para eso. La mirada nauseabunda de la recepcionista se fijó en ella y tras colgar el teléfono le dijo, de mala gana: “Que dice el contador que no hay cheque para ti, que ya se te pagó todo”. “No es cierto, me deben tres quincenas”. “Vete o llamo a la policía”. Ella salió sin un peso. Le llamó otra vez a su hermana y se lo contó. Caminaba, lloraba por dentro y por fuera. Colgó. Según testimonios, estaba por llegar a casa, pero antes de subir el cerro, un coche destartalado, tal vez un Pointer, la subió a la fuerza y se la llevó hace tres meses.