Los videojuegos no pueden ser asesinos. Esos mundos donde el sinsentido no existe gracias a las vidas ilimitadas y las misiones y los objetivos siempre claros. No, por favor. Eso fue lo que pensé cuando vi la portada de este libro.
Obviamente no se trata de cartuchos que, armados de un cuchillo, andan por ahí cortando yugulares, ni de consolas que se inmolan a media tarde con una causa o una ideología clara, ni de CDs que, entre libros, se esconden como francotiradores .
Se trata, más bien, de un libro interesantísimo sobre cómo las obsesiones, la mayoría de las veces, terminan mal. Pero no de una forma moralina, sino informativa, destacando las particularidades de cada caso y eliminando el juicio de por medio.
Con más de 10 años reporteando el tema, el periodista británico Simon Parkin explica: “Si hay alguien que llega a morir por jugar a un videojuego, vale la pena tratar de averiguar el motivo”.
¿Qué tienen los videojuegos que enganchan de esa forma a las personas para escapar de su realidad y perderse hasta la muerte?, ¿qué hizo a su cerebro olvidarse de las señales que enviaba su cuerpo y concentrarse por completo en su obsesión?, ¿por qué, a pesar de estar conscientes de esos casos, varios más regresan a las consolas todos los días por horas? Esas y otras preguntas son el engranaje que empuja Muerte por videojuego, un catálogo de extraños personajes, lugares y situaciones que incluyen el cadáver de un joven de 23 años que pasó inadvertido nueve horas en medio de un cibercafé, un par de adolescentes ingleses que con movimientos aparentemente espasmódicos hipnotizan a un grupo de gente a su alrededor y un cirujano que dedica sus horas libres a intentar romper el récord mundial de Donkey Kong.
Simon Parkin, Turner, Madrid, 2016, 262 páginas, $395.