La poesía es indispensable,
me gustaría saber para qué.
–Jean Cocteau
La utilidad de la poesía es numérica y estadísticamente inasible, situación que la coloca frente a los ojos de la humanidad del siglo XXI —que todo lo mide y todo lo cuantifica— como un ejercicio recubierto de inutilidad. Confesarse poeta en estos tiempos se percibe como un acto vergonzante, reprobable o, cuando menos, risible. Sin embargo, esa disciplina que redescubre lo extraordinario en lo cotidiano y recodifica el lenguaje para convertirlo en una fuente inagotable de placer estético, está reservada para un puñado de humanos valientes, dispuestos a sacrificar la estabilidad que el capitalismo le otorga a los mediocres en pos de arar con su pluma el océano de lo bello y lo terrible.
Paterson, el más reciente y el más delicado filme del cineasta estadounidense Jim Jarmusch, tiene como protagonista a uno de esos anómalos agricultores del lenguaje —interpretado por el cada vez más sorprendente Adam Driver— cuya rutina vital se construye a través de una constante repetición de tres tiempos: la interacción matutina y vespertina con su mujer, la conducción de uno de los autobuses locales del pueblo de Paterson en Nueva Jersey y la nocturna visita a un bar local tras pasear a su perro. La única variante en la monacal rutina de Paterson —cuyo nombre es el mismo que la ciudad que habita y que la ruta de autobuses que conduce— es la creación poética que ejerce a partir de la minuciosa observación del transcurrir de su vida, conectando en su mente sus intrascendencias rutinarias con los complejos mecanismos que rigen el inabarcable misterio de lo bello.
Poderosamente influenciado por el movimiento artístico de la New York School con el que tuvo una relación estrecha tras su paso por la universidad de Columbia, Jarmusch vuelca en su personaje protagónico los anhelos poéticos de un movimiento artístico que se alejaba de lo rimbombante y lo engañosamente trascendente para extraer su inspiración de todo lo que el ojo común desecha como cotidiano u ordinario.
El estilo lírico de poetas como Allen Ginsberg, Frank O’Hara, o Ron Padgett (quien de hecho escribe los versos que Jarmusch adjudica a su antihéroe), se mezcla en los cuadernos garabateados de uno de los personajes más hermosos que nos ha dado el cine del siglo XXI. Un hombre que en su anhelo por fundirse con un entorno que le es completamente ajeno, lo estudia con el amor y el asombro de un niño frente a un show de magia.
Espectador disfrazado de actor, Paterson conduce su autobús por las calles de la ciudad que vio crecer a Ginsberg e inspiró a William Carlos Williams (otro referente fundamental de la película). Mientras, su mente escribe y reescribe para luego volver a casa y apoyar con ternura las nuevas obsesiones creativas de su esposa, una artista desorientada que disfraza su falta de talento con la multiplicidad de sus ocupaciones, y finalmente, terminar el día frente a una cerveza en el bar del barrio para hablar de las leyendas que alguna vez cruzaron los linderos de la ciudad de Paterson.
Seguir durante una semana los pasos de este poeta, quien por momentos es un hombre y por momentos una ciudad, podría antojarse tedioso y repetitivo; sin embargo, Jarmusch, junto al fotógrafo Frederick Elmes y un elenco inmejorable, construye en esos siete días, con la paciencia de un verdadero poeta, un relato de maravillas insospechadas que perdurará, no sé si en la infinita memoria colectiva del mundo, pero si en la finitud de la mía.
A manera de colofón les dejo uno de los numerosos poemas del filme (no pongo el mejor para que vayan a verlo):
When you’re a child you learn there are three dimensions:
height, width, and depth: like a shoebox.
Then later you hear there’s a fourth dimension: time.
Then some say there can be five, six, seven.
I knock off work,
have a beer at the bar.
I look down at the glass
and feel glad.