La versión oficial cuenta que Doña Amalia Lucía Victoria —esposa del legendario Facundo Bacardí Massó— sugirió emplear dicho animal como logotipo de la marca. La vieja destilería en Santiago de Cuba hospedaba a cientos de murciélagos frugívoros entre sus vigas. La madame —acaso recordando el escudo de armas valenciano— encontró la figura que sintetizaba el éxito y la prosperidad; fijó la heráldica de una empresa que —a ciento quince años de su fundación— encabeza las ventas mundiales de ron.
Semejante al Hombre de Vitrubio de Leonardo Da Vinci, el quiróptero de los Bacardí representaría el ideal de un destilado superior, filtrado con carbón vegetal y fabricado con la mejor caña de azúcar de la isla. Según fuentes no oficiales el guano acumulado en los techos de la destilería contribuía a mantener la temperatura perfecta de los rones añejos. La mitología del mamífero volador refrendó su valía en 1898 durante la Guerra de Independencia Cubana. Muertos de hambre, febriles y lastimados, se sabe que los bandos enemigos sacaban pañoletas blancas durante la noche. En aquellos armisticios nocturnos disponían cenas de alubia y lenteja dentro de caserones herrumbrosos sobrevolados por colonias de murciélagos.
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Bonita fábula, ¿cierto?
Sin embargo apenas le hace justicia al devoto contemporáneo de las cubas con bacacho. Para esta última generación de bebedores el murciélago de Doña Amalia ha perdido el aura de sus virtudes mágicas: el único presagio certero proyecta una borrachera de giros torpes que acaba —invariablemente— con el mundo puesto de cabeza. A la manera de nuestros colmilludos parientes, los incondicionales del bacardí salvamos la madrugada como ratas aladas e invidentes; ya ebrios, no nos queda otro remedio más que confiar en el chillido de los compañeros y abrirnos paso en el difícil arte de la ecolocalización.
(José Manuel Velasco / @gueroterror)