“Porque mi carne es verdadera comida,
y mi sangre verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre
permanece en mí y yo en él”.
Evangelio según san Juan
“Mi pecho está a la merced de ese hombre brutal.
Le excita y hunde en él sus dientes, el antropófago”.
Justine o los infortunios de la virtud – Sade
En su práctica ritual y culinaria, el canibalismo es una práctica antiquísima que sobrevive aún hasta nuestros días. Sus implicaciones, vastas y complejas, mutan de cultura en cultura transformando placeres gástricos en comuniones espirituales, y carnalidades prohibidas en simbolismos mitológicos. Sin embargo, esa cantidad de interpretaciones está cargada en mayor o menor medida de una solemnidad asociada a la inevitable identificación con el platillo; a la noción de alimentarse de un pedazo de carne que alguna vez fue un ser humano cargado de historia. Y es precisamente ese acto de reflexión —que puede partir del respeto o del odio más profundo al antiguo propietario de la carne— lo que convierte al rito caníbal en un elemento tan dramáticamente atractivo.
La directora francesa Julia Ducournau parte del ritual caníbal para construir una de las películas más delicadas que se han filmado sobre el tema. En su ficción, una chica de familia radicalmente vegetariana se enfrenta a una pulsión carnívora tras probar un pedazo de hígado crudo en la novatada de su facultad. Como bien podrán adivinar por la publicidad engañosa del filme (que invita al espectador a ver un auténtico festival gore), el impulso carnívoro de la protagonista eventualmente se transformará en atropófago.
Ajena a los códigos clásicos del cine de terror caníbal, la cinta de Ducournau está mucho más próxima a la hermosa Trouble Everyday de Claire Denis que a la legendaria Cannibal Holocaust de Ruggero Deodato; ya que, lejos de ser el tema central del filme, la anécdota caníbal es un dispositivo diseñado para exponer dos temas fundamentales: la violencia del despertar sexual femenino y la soledad que deviene de la virtud. No por nada el personaje protagónico del filme lleva por nombre Justine.
Quienes busquen en Raw dos horas de vísceras y antropofagia van a quedar decepcionados, ya que la cinta de Ducournau —lejos de intentar asustar a alguien— busca crear un discurso sólido sobre los ritos de paso hacia la adultez, utilizando la violencia intrínseca del canibalismo como una alegoría que condensa la intensidad emocional de una adolescente que se enfrenta a la pérdida, a la soledad y a los mecanismos de un mundo que aborrece la inteligencia y premia la mediocridad.
Ducournau, junto a su fotógrafo Ruben Impens, perfila un estilo visual neón-noir reminiscente de los últimos trabajos de directores como Nicolas Winding Refn o Gaspar Noé que —a pesar de recurrir a una gran cantidad de clichés atmosféricos— resulta profundamente efectivo; sobre todo en las escenas donde la lente de Impens juega con la corporeidad de los animales de la facultad o en las que se marida la estupenda banda sonora compuesta por Jim Williams con la intensidad narrativa del filme: véase la secuencia del despertar caníbal, la del cierre de la temporada de novatadas o la brillante alucinación histérica bajo las sábanas.
Sin embargo, no está exenta de problemas: existen algunas escenas que, por momentos, se sienten forzadas. Por ejemplo, la secuencia antrera donde la protagonista decide ser “chica mala” y se relame los labios mientras mira a la concurrencia. Raw es un filme que, a pesar de su modestia, evidencia el talento de una directora que es capaz de abordar un tema tan espinoso como el de la histeria sexual freudiana en una “cinta de género” y salir adelante. Una directora que se une a esta nueva oleada de talentos que —del mismo modo que Kubrick, Polanski, Murnau y Argento antes que ellos— han buscado extraer belleza y profundidad narrativa del cine de horror: autores como Robert Eggers, David Robert Mitchell, Jonathan Glazer y, ahora, Julia Ducournau.