A 100 años del nacimiento del músico, reproducimos un fragmento de la entrevista que tuvo con Fernando Rivera Calderón tres meses antes de su muerte
Me encanta escucharlo. Nunca deja de sorprenderme su genio musical. Le digo a mis hijos que lo escuchen, que verán que antes de Pink Floyd y los Beatles nuestro maestro tamaulipeco estaba cambiando el mundo del sonido, pero quiero pensar que, más allá de lo que les diga o no, un día lo descubrirán y quedarán maravillados.
Me gustaría que lo escuchen mis hijos y los nuevos melómanos, y también que se le erigiera un monumento en la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica del Poli, donde estudió. Pero lo que realmente me gustaría es volver a verlo.
Me encantaría escuchar con él a los Flaming Lips o a Tame Impala, o conocer su opinión sobre la obra de Brian Wilson o Frank Zappa, pero lo único que me queda es recordar ese día, la última vez que lo vi, cuando le llevé de regalo a su casa de Jiutepec, Morelos, un CD de una grabación antigua de la RCA de Rachmaninov interpretando a Chopin. El maestro tardó en quitar el plástico protector del disco como un niño que por desesperación no encuentra cómo abrir su regalo. Recuerdo —ahora lo recuerdo más— sus manos largas y huesudas colocando el disco en la bandeja de su estéreo y el respetuoso silencio que guardamos para escuchar los primeros acordes de la Sonata número 2 Opus 35, mejor conocida como la “Marcha fúnebre”, tocada por el gran Sergei. Los ojos de don Juan se encendieron como marquesinas de Las Vegas y lo vi conmoverse con esa sublime interpretación que le hacía mover los dedos de manera involuntaria, como ante un piano invisible.
Al salir de su habitación miré con nostalgia anticipada la sala de su casa. Las fotografías en blanco y negro de sus exesposas de diversas nacionalidades en una de las paredes y su piano en otra, ese piano al que ya no podía hacer enloquecer. Después de esa visita, la salud del maestro se agravó y ya solo pude comunicarme por teléfono con él. Seguimos hablando de Rachmaninov y de Chopin; me dijo que me estaba escribiendo una carta con sus impresiones y a manera de agradecimiento. La esperé unos días ansiosamente. Luego, el 3 de enero de 2002, supe que esa carta ya no iba a llegar. Hoy converso con su recuerdo y con su música, que no está nada mal para sonorizar su ausencia.
¿Hubo algo en su vida, algún momento que haya detonado esa manera de pensar la música?
Un día, de repente, tenía 33 años, la edad de Cristo, y me dije: ¿qué has hecho? Nada. Entonces pensé que tenía que hacer algo diferente; fue cuando fui con Enrique Ponce, con quien había estado haciendo jingles y le pregunté: “Cómo llamaré esto; estoy haciendo arreglos completamente locos, no tengo idea, son combinaciones raras, voy a usar voces, instrumentos raros”. Enrique Ponce, muy ágil de mente, me dijo: “Muy fácil, llámalo Sonorama”.
¿Cómo se le ocurrían esos arreglos vocales absurdos, como los del Yeyo y del zu zu zu zu zu?
Yeyo es un non sense, es una tontería, no es nada. Cuando me dan una canción a arreglar, la agarro como si fuera una muñeca, la desvisto y en vez de la letra le pongo sílabas. Hubo una, “It had to be you”, no pegó nunca, pero antes de sacarla en RCA se asustaron porque le cambié la letra y la melodía solo decía las vocales: “ra ra ra re ri”.
¿Qué es para usted la música?
Yo mismo no podría definirla. La música es mi vida. Yo amo la música como me amo a mí mismo.
¿Qué piensa sobre la muerte?
He pensado mucho sobre eso. Sentí mucho la muerte de Mancini, la de Sinatra, la muerte de mi hermano Sergio. El día que conocí a Mancini me dijo: “I’m your fan”, y yo, por los nervios, y porque mi inglés todavía no era muy bueno, le contesté: “Me too”.
(La entrevista completa fue publicada por XXX, el XX de XXX de XXX)