Stendhal, uno de los escritores más importantes del siglo XIX, era un tipo muy sensible. Tanto así que sufría de una condición psicosomática que luego sería diagnosticada como un síndrome que lleva su nombre. Frente a obras de arte que él consideraba bellas, sufría de una emoción sobrecogedora que le nublaba la vista y lo mareaba hasta dejarlo completamente inmóvil. Técnicamente, el síndrome de Stendhal “es causa de un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor, palpitaciones, depresiones e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte”. Yo me pregunto si hay alguna versión de este síndrome para cuando uno está frente a una obra de arte culinaria. Si alguno de ustedes es psiquiatra, psicoanalista o psicólogo, podría ayudarme a corroborar esto. Lo pregunto porque yo sufro de ese síndrome cuando pruebo una gran hamburguesa. Es un estado de éxtasis casi absoluto en el que el paladar manda y un servidor cae rendido ante la belleza y la perfección.
¿A qué viene esta reflexión? La semana pasada estuve en California y pude comer un par de hamburguesas que me hicieron llorar de la emoción. Me quedé sin palabras, inmóvil y completamente entregado a la carne. Hay algo en la cultura estadounidense que nos permite, sin esfuerzo, encontrar hamburguesas gloriosas desde Seattle hasta Orlando.
Ellos lo llevan en la sangre, es como parte de ser gringo. Basta que haya un par de güeros en la organización para que el sabor sea el correcto, que estemos de aquel lado para que sepa diferente. No pretendo sonar malinchista, pero es real. Así como ni los mejores tacos del mejor chef mexicano en Los Ángeles se van a acercar al verdadero sabor de los de este lado. Así que, querido lector, no se sienta mal si, en estos días de reflexión, al comer su hamburguesa favorita, siente que la Virgen le habla.