Dicen que los habitantes de Satélite no salen de su barrio porque se confunden con la traza de sus calles, las cuales no son un plano cartesiano, sino inextricables circuitos que los atrapan en un loop eterno de equivocaciones viales. La realidad es que el tráfico, la idea de meterse al Periférico en hora pico y la ineficiencia y escasez del transporte público son motivos suficientes para sobrevivir con paletas en la Zona Azul y hamburguesas de la Cabaña de Fuentes por el resto de la eternidad. Entendemos que los satelucos (gentilicio que usamos con cariño, ojo) no quieran alejarse mucho de su área.
Ciudad Satélite es un híbrido entre lo que se entendía como el sueño americano a finales de los años 50 —casas grandes y bonitas, jardines delanteros donde la chamaquiza pudiera jugar sin miedo al robachicos o al viejito del costal, fuentes de sodas libres de esquites, colegios bilingües— con los vicios mexicanos de ayer y hoy —clasismo, culto al automóvil, consumo desenfrenado—. Por supuesto, los que planearon este barrio no contaron con el crecimiento alocado de la ciudad, con que el Estado de México no ofrecería fuentes de empleo suficientes para la clase media ni con la inseguridad que obligaría a enrejar y llenar de picos y alarmas lo que alguna vez se mantuvo libre de bardas.
Como sea, Satélite conserva su magia. Están los señalamientos viales de diseño cincuentero, deteriorados pero en pie. Está la Zona Azul, con negocios cada vez más genéricos, pero con el encanto de ser centro de reunión para quienes se conocen desde chiquitos, como si fuera una telenovela o una sitcom. Están los coches achaparrados y con neones, ya no tan comunes como hace 20 años pero aún presentes e hinchados de identidad local. Y, por supuesto, las Torres.
Seguramente las has visto tanto que ya no te impresionan. ¿Pero te acuerdas de la primera vez que pasaste por ahí? Era como si tus bloques de juguete hubieran crecido por arte de magia y ahora dominaran el paisaje. La mejor forma de recobrar el asombro es visitarlas de cerquita y casi casi que abrazarlas. Y entonces dirás: ah, pues con razón Mathias Goeritz —coautor de las monumentales esculturas, junto con Luis Barragán— hablaba de arquitectura emocional. ¡Hasta se pone la piel chinita! Lo malo es que solo se puede llegar en coche (porque así se entiende el espacio público por allá) o arriesgando la vida al cruzar Periférico a pie, porque el concepto de espacio público en esos lares es extraño. #AySatélite.