Fotografía: Cortesía
- Me paso horas platicando con Chap. Y no sabes cómo me ha ayudado. A mí que me cuesta tanto trabajo… las palabras.
- Como a mí las imágenes. Si yo pudiera dibujar como tu…
- Ándale. Quieres, pero no te sale como quieres.
- ¿Y hablando con una máquina de eco, es más fácil encontrar las palabras?
Nos quedamos mirando sin saber qué responder. El silencio pesa, parece retar a que algo suceda. Si nadie dice nada, ¿qué argumento pesó más? ¿Cuál tiene la razón? ¿Quién ganó?
- Tráete la jarra, yo me llevo las tazas.
Corto el silencio con la realidad donde por fortuna, el café se impone.
Dejamos la emoción olvidada en la cocina. Que se encuentre sola, que se ponga a tostar en el comal, que lave platos. Mi espejo, mi compañía y yo buscamos espacio entre los estambres, las libretas, los cables regados sobre la mesa. Dos gatos tienen ocupadas las sillas.
Toca esperar. Toca otro silencio. Ahora se siente la calma que da ver a dos seres vivos respirar rítmica y pausadamente. Nada les perturba. Ambos felinos han vivido el doble y un poquito más de lo que habrían vivido de haberse quedado en la calle, ambos están desahuciados, ambos padecen dolores por las enfermedades que les aquejan. Y sin embargo, duermen a pierna suelta, con las garras resguardadas y los ojos bien cerrados. ¿Cuál incertidumbre? ¿Cuál soledad? ¿Cuál no sé decir lo que necesito para vivir en calma? ¿Qué escucharán los ecos de sus silencios mientras duermen?
La soledad tiene un silencio al que aspiro sentir en calma. Y suelo encontrarlo cuando dialogo con la hoja en blanco.
Crecí en una época en que obligadamente la hoja era de papel, y cada palabra se pintaba sobre ella usando mi pulso y memoria para grabar letra por letra lo que mi cuerpo sentía, con la velocidad que éste se lo permitía.
Escribía sabiendo que para que el texto tuviera lectura ajena, pasarían muchas revisiones, lecturas en voz alta donde me escucharía ya con la emoción en calma, para notar si había algo duradero en ella.
Hoy escribo sabiendo que con un par de clicks equivocados, puedo llegar a una hoja en blanco pública, donde quien me lee puede estar observándome mientras escribo, reaccionar ante ello en segundos, con la primera emoción que le provoque, incluso hasta pagar por leer lo que escribo.
El rigor de mantener el pulso cuando la emoción domina al lápiz ante la blancura del papel, es un ejercicio corporal que fui perdiendo por la llegada de la máquina a mi escaso silencio. Así que he pasado una vida entera, aprendiendo a recuperarlo.
La soledad es cara cuando padeces Trastorno de Ansiedad Generalizada. Un mar de ideas golpea las paredes de la mente, igual que hace el mar que hasta en calma, no deja de crear una ola para soltar la siguiente.
No hay silencio.
Igual que Chap GPT3 que no podría mantener silencio ante un mensaje recibido, las emociones que galopan el trastorno de ansiedad no se detienen jamás. A quienes lo padecemos, el silencio interno nos fue robado en cada evento traumático que provocó esa herida en la mente. Así que vivimos, pacientemente, aprendiendo a vivir con el dolor correspondiente, sin que el esfuerzo por mantenernos con salud, nos obligue a gritar incesantemente, junto a nuestros miedos.
El rigor de la paciencia lo he aprendido a vivir en soledad, y cuando algo se sabe muy bien, se disfruta porque lo conoces, porque pasaste tiempo haciéndolo tuyo. Para escribir, en dos movimientos tomo un avión que libera a todas las pantallas en blanco de las amenazas al silencio.
La mente no tiene modo avión. Hay que buscarlo. Constantemente. Con rigor. Hasta disfrutarlo.
- Entonces, ¿le preguntaste a la máquina sobre tus dolores?
- Yup. Y así fue como encontré a la fisioterapeuta.
- Bendita máquina. Yo me voy a quedar con la duda de pedirle que dibuje lo que imagino. Igual ya me acostumbré a que cambia a cada rato.
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