Quiero pensar que soy una persona abierta al cambio, una persona dispuesta a probar cosas nuevas. Mis ocupaciones diarias, mis carreras laborales, han contribuido a que siempre esté dispuesto a dar la bienvenida a la evolución, al crecimiento, al progreso. Esto se ve reflejado en muchos aspectos de mi vida, salvo en uno crucial: soy muy ortodoxo si de hamburguesas se trata. Para mí, una hamburguesa es como la define el diccionario Oxford de la lengua inglesa: “A flat round cake of minced beef, fried or grilled and typically served in a bread roll garnished with various condiments.” Para que no quede duda, también la define el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española como: “Tortita de carne picada, con diversos ingredientes, frita o asada”. Una hamburguesa es una porción de carne molida, frita o asada, servida en medio de dos rebanadas de pan, con diversos condimentos y acompañamientos. Carne de res es el ingrediente que la define. Puede o no llevar tocino, lechuga, jitomate, cebolla, pepinillos, aguacate o cualquier tipo de queso. Pero mientras sea una tortita de carne molida entre dos panes, será, inequívocamente, una hamburguesa.
Un día de 1900, en el restaurante Lois Lunch de la ciudad de New Haven, Connecticut, al norte de los Estados Unidos, un comensal le pidió al dueño del local que le preparara algo sencillo de comer, que pudiera disfrutar mientras seguía su camino. El propietario del local, el señor Louis Lassen, amasó un poco de carne molida que tenía a la mano y la puso entre dos panes de caja y la entregó al comensal. Con ese gesto e inventiva despreocupada, nació el platillo estadounidense por excelencia.
Ese es el origen del objeto de mi obsesión. Hasta la fecha, el Lois Lunch continúa en operación y sigue haciendo las hamburguesas tal y como nacieron ese día, hace 115 años. Todo esto viene al caso porque muy regularmente me preguntan mi opinión sobre burgers poco ortodoxas que van desde aquellas hechas con carne de pollo, hasta las que son lo que a mi parecer el extremo de la burla a nuestro platillo tan querido: las “hamburguesas” vegetarianas. Uso comillas porque, en mi concepción ortodoxa de lo que debe ser una burger, si no tiene carne es un sándwich. Así que llamarle hamburguesa a un sándwich de verduras me parece estirar la verdad.
Llámenme anticuado, cerrado, aburrido, cuadrado o lo que quieran. Soy protector de una tradición culinaria que no debe sucumbir ante los embates de la modas pasajeras y la perversión de sus ingredientes. Puedo probar una hamburguesa sin carne de res: de pollo, de cordero, de camarón, e inclusive disfrutarlas mucho, como la hamburguesa de camarón de la Squina, en Guadalajara, o la Fuerte de cordero en La Burguesa. Pero no las voy a reseñar. Yo escribo de hamburguesas y no de sándwiches. Y, definitivamente, pinto mi raya ante las veggie burgers. Con mucho cariño para mis amigos vegetarianos: si tanto extrañaban una hamburguesa, lo hubieran tomado en cuenta el día que decidieron dejar de comer carne de res. Nada substituye el sabor. Una hamburguesa sin carne es como una alberca sin trampolín, un hombre sin bigote, un niño sin ilusiones, y en las inmortales palabras de Gloria Trevi, una papa sin cátsup.