Hace años que no se ven. Ella, Aurora, ha dedicado gran parte de su tiempo a cuidar de su madre enferma y él, Alonso, huyó pronto de casa para trabajar y formar una familia aparentemente estable. Aunque el reencuentro entre estos dos hermanos podría ser conmovedor, en realidad es todo lo contrario: los rencores, secretos y odios salen a la luz casi desde el primer instante y su conversación se sumerge en un ambiente hiriente y amargo donde la madre —en plena agonía de la fase terminal— y un hermano fallecido son dolorosos fantasmas.
Tangram, de Hugo Wirth, es una obra compleja y de profundidad psicológica que abunda en los lazos familiares, sus rupturas y cómo éstas pueden determinar gran parte de una vida. La muerte, el hartazgo y la impotencia de anhelos no cumplidos también son temas en esta puesta en escena dirigida por Ernesto Álvarez e interpretada por dos elencos: Juan Carlos Medellín y Georgina Ságar / Juan Manuel Pernas Aguirre y Yolanda Abbud Lozoya.
Precisamente, una de las premisas más interesantes de la dramaturgia de Wirth es que, a partir de nueve combinaciones posibles, cada función puede tener un desenlace distinto. Se trata de una dinámica —el título Tangram, de hecho, deriva de un antiguo juego chino que consiste en formas figuras con siete piezas geométricas— en la que se evidencia el peso que tienen las decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida y que, en el caso de los protagonistas, pueden cambiar radicalmente su destino.
Respetando las condiciones espaciales de la sala off de Carretera 45, la escenografía de Omar Gáffare utiliza mobiliario y decorado de un hogar común y añejo donde el tiempo parece no pasar y donde la figura de la madre es el gran anclaje que impide todo cambio. En ese sentido, Tangram pone sobre la mesa temas que pueden ser tabú para nuestra sociedad: ¿tiene sentido mantener con vida a alguien que ya sólo sufre?, ¿en qué medida no es sólo desgastar y prolongar lo irremediable? Cuestionamientos y reflexiones nada simples si se piensa en el ámbito familiar.