El próximo año será el centenario del nacimiento de Juan Rulfo y nosotros seguimos pensando que ya lo leímos sólo porque nos lo dejaron de tarea en la primaria.
Aura, La vida inútil de Pito Pérez, Las batallas en el desierto, todo Traven, Los de abajo, vaya, el mismo García Márquez… ejemplos de autores y textos que descubrimos distraídamente minutos antes del examen o entre atajadas de Jorge Campos. Libros a los que les urge nuestra lectura madura y meditada. Dicho concretamente: “Lo leí en la escuela” es lo mismo que no haberlo leído. La literatura no es como una lista de compras en el súper. ¿La leche? Ya. Borges celebraba la relectura, la apremiaba. Leer hoy lo que nos conmovió ayer es una forma de rendirle tributo al olvido, que es una elegante forma de estar vivo.
Me topo en una librería con las ediciones especiales de la obra de Juan Rulfo que preparó Editorial RM a propósito de sus 30 años de fallecimiento. Rulfo no las verá, ¡qué poca! Y no es una exageración. Formada la terna en cualquier mesa integra una peculiar bandera de México. Dan ganas de rendirles, en efecto, honores. Porque tratan a la obra de Rulfo como lo que es: un himno nuevo, un poderoso grito de impecable mexicanidad. Un grito, además, dolorosamente silencioso. Llevo en mi corazón una línea de Pedro Páramo: “El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche”.
“¡Pero si Rulfo sólo escribió dos libros!”, pensará el otrora alumno que sacó nueve de calificación. En efecto. Estas ediciones dan su propio tomo, el rojo sangre, a la pequeña ¿novela? de Rulfo que fue una película adaptada por García Márquez y Carlos Fuentes, El Gallo de Oro, y al poema del jalisciense que lee Sabines en el filme La fórmula secreta.
Le debemos al niño mexicano que fuimos revisitar la obra de Juan Rulfo. Autor sin dobleces que a ti y a mí, ahora mismo —¿lo notas?— nos recrea y conduce.