No es lo mismo los tres mosqueteros que 20 kilos de heroína después.
Quisiera escribir un texto sobre Trainspotting 2 —la secuela de ese memorable viaje a las cloacas de la juventud noventera dirigido por el inglés Danny Boyle (en ese momento en ascenso y ahora en decadencia), basada en la novela homónima de Irvine Welsh (en ese momento en ascenso y ahora en decadencia), y adaptada por el guionista John Hodge (en ese momento… bueno… ya me entendieron)— sin mencionar una sola vez la palabra nostalgia.
Quisiera escribir un texto sobre Trainspotting 2 en el que no se hable de la incapacidad de Danny Boyle, no ya para reinventar, sino cuando menos para reencontrar esa gloriosa visceralidad narrativa y visual que hace dos décadas era la definición de diccionario de la palabra cool, y que llegó a su cúspide en obras como Shallow Grave o la primera Trainspotting.
Quisiera también escribir un texto sobre Trainspotting 2 que no haga referencia a algún momento memorable de la virtuosa primera parte de este díptico sobre la gozosa autodestrucción de una generación. Un texto que sólo se enfoque en esta nueva incursión fílmica como obra individual, y que no hable de la constante añoranza del espectador por volver a escuchar Born Slippy a todo volumen ni de lo patético que resulta el hecho de que esa canción, de haber aparecido en cualquier escena, habría sido lo más memorable del filme (y en cierto modo, en su ausencia, es lo más memorable del filme).
Quisiera escribir un texto sobre Trainspotting 2 en el que pudiera hablar de las similitudes entre el guión de John Hodge y la entrañable novela Porno, de Irvine Welsh, publicada 15 años atrás, en vez de hablar de la dolorosamente torpe adaptación de ese material literario, que transforma la hilarante y brillante narrativa de Welsh sobre los intentos de Sickboy por crear una productora porno, en una inconsecuente historia sobre la fundación de un spa-burdel, que carece de toda la mala leche de la novela, y que además está diseñada para ensamblar el leitmotiv de una estafa francamente ridícula.
Quisiera escribir un texto sobre Trainspotting 2 enfocado en el análisis de la construcción de esos cuatro personajes otrora entrañables, que 20 años después se enfrentan al cruel adagio “no es lo mismo los tres mosqueteros que 20 kilos de heroína después”. Quisiera encontrar en Ewan McGregor algún atisbo de la brillantez con la que fue escrito el personaje de Renton en la primera parte, más allá de ese momento supuestamente epifánico pero ulteriormente forzado en el que se actualiza el célebre discurso de choose life, y más allá de esa canción anticatólica que se yergue como el único momento que tal vez dure más de una semana en mi memoria. Quisiera encontrar en Spud algo más que una caricatura, en Franco Begbie la mirada del psicópata irredento, y en Sick Boy los brillantes diálogos de ese erudito de la cultura pop que ahora no es más que un aburrido despojo.
Quisiera escribir un texto sobre Trainspotting 2 que hablara de lo mucho que me emocionó ver la reunión de ese cuarteto de personajes irredentos. Un texto que hable de la triste añoranza que me infunde ver la conclusión de esos cuatro naufragios hermosos, alérgicos a los devenires de una “vida normal” y pletóricos de bellísimas contradicciones, que cierran su historia desde ese eterno fracaso al que llamamos adultez, explotando el sinfín de posibilidades narrativas y atmosféricas que se abrían ante la idea de una buena adaptación de la secuela escrita por Welsh. Me habría encantado escribir ese texto, pero para hacerlo tendría que haber visto otra película.