Hace unos días, en un ejercicio de memoria intenté recordar y ordenar las secuencias más devastadoras que vi durante el 2016. El primer lugar lo ocupó, de forma indiscutible, la escena del incidente vial en la brillante Nocturnal Animals, de Tom Ford, y en segunda posición, casi al mismo nivel de la primera, la brutal –en la acepción más bestial y animal de la palabra– del asesinato que abre el metraje de The Eyes of My Mother: la ópera prima del, hasta ahora desconocido pero súbitamente inolvidable, director neoyorquino Nicolas Pesce.
El filme, que se sube a la nueva ola de arthouse horror, que en los últimos años nos ha dado piezas de cine tan extraordinarias como The Witch, It Follows, o Let the Right One In (la versión sueca), relata la historia de vida de una chica que, tras ver el asesinato de su madre y la posterior venganza de su padre, crece con una visión completamente distorsionada de los mecanismos morales que rigen a la sociedad, construyendo en torno a sí misma un ecosistema que se rige por la eterna búsqueda de la reconstrucción del núcleo familiar perdido, y que termina deformándose en interacciones sociales que dan paso al más abyecto terror.
A lo largo de toda la película queda claro que la intención de Pesce es dejar marcas indelebles en la mente del espectador, sin embargo, el director estadounidense consigue alejarse de ese horror torpe que resulta tan común en los realizadores que persiguen el shock visual desmedido, para elaborar golpes de terror puntual que se ejecutan desde un gran conocimiento de los códigos del horror, y desde una gran intencionalidad visual que le permite, de la mano del fotógrafo Zach Kuperstein, explorar una gran cantidad de movimientos de cámara cuya inventiva redunda en la efectividad de los momentos más terroríficos del filme –véase el asesinato inicial, la secuencia del cuerpo arrastrado, o la tan grotesca como maravillosa escena del baño de la protagonista con el cadáver de su padre–.
Digna de mención resulta la actuación de la hermosa y horripilante Kika Magalhaes en el papel protagónico, así como las fugaces interpretaciones de Diana Agostini y la pequeña Olivia Bond en torno a las que se construye el aterrador prólogo del filme.
Tal vez una de las nociones más perturbadoras de la psicopatía radique en la creación de ese universo moral completamente trastocado que le permite al psicópata justificar, mediante sofismas y algunas anclas fijadas de forma endeble a la realidad, un comportamiento socialmente atroz. El remordimiento en ese momento queda completamente anulado, y el nuevo código moral del psicópata le permite validarse en un registro completamente alterno al del ser humano común. Es ese uno de los elementos más recurrentes y efectivos del cine de terror: la validación y normalización del mal ante los ojos de un sistema moral ajeno al nuestro. Y es precisamente por el acertado uso de esas nociones que la cinta de Pesce funciona –a pesar de sus evidentes limitaciones– como un poderoso vehículo del horror. Imposible no sentirse agredido cuando la protagonista (sobre la que se construye todo el filme y en torno a la que surgen personajes que actúan como meros accesorios victimarios) ejercita de forma monstruosa esa libertad a la que los humanos ordinarios ni siquiera nos atrevemos a aspirar; una libertad que va incluso más allá del placer que muchas veces se descubre en la maldad; una libertad irracional y absolutamente bestial. No hay en el mundo nada más hermoso y aterrador que eso.
(Foto: Cortesía)