Este viaje que acabo de hacer a Río (¡Gracias #TeamVisa!”) fue corto pero potente. Como cuando Bolt recorría los 100 metros que confirmaron su leyenda el domingo en la noche. Bueno exageré. Pero sí se me hizo corto porque me hubiera encantando quedarme ahí hasta el final ¿A quién no?
No solo estás en una de las mejores ciudades del mundo —bonita, divertida, de gente interesante— sino que además en un evento único e irrepetible, probablemente el mas grande espectáculo de la humanidad.
Fueron días ajetreados, de dormir poco, de correr de un lado para otro, de camina mucho, de ir de un sitio a otro, de emociones, de frustración (cuando vimos al nadador mexicano quedar en último lugar de su eliminatoria, por ejemplo), de sentir la piel chinita. Se quedan en mi memoria el grito que sale al mismo tiempo de las gargantas de miles de mujeres reunidas una alberca repleta cuando el legendario Michael Phelps se despoja de la ropa antes de tirarse a la piscina. La apretada final del All Around de la gimnasia masculina que se decidió hasta el último alarido y que finalmente conquistó, no sin polémica, el japonés Kohei Uchimura (sí, el mismo que le debe a su compañía telefónica 90,000 pesos que se gastó jugando Pokemón en Río) venciendo al ucraniano Oleg Verniaiev por un pelito. O la carrera de alarido entre ingleses y neozelandeses en el velódromo, campeones mundiales contra campeones olímpicos en persecución por equipos, la final que se llevaron el oro los primeros. Estoy seguro que fueron de los minutos más intensos que he experimentado en mis años como aficionado deportivo.
No regreso experto en Juegos Olímpicos, pero ahora entiendo mejor que nunca, su encanto. Lo que generan en millones de personas, sin importar que los estén siguiendo de cerca en el lugar de los hechos o a miles de kilómetros de distancia. Quedo infinitamente agradecido por esta experiencia tan poderosa, tan inolvidable.