En un circuito editorial donde predominan las mesas de novedades, las librerías de viejo se erigen como bastiones hechos de tiempo y memoria
Pocas experiencias son tan reveladoras como adentrarse en los estantes de una librería de viejo. En cualquier rincón puede esconderse una primera edición inesperada, un libro dedicado de hace décadas o un ejemplar tan extrañísimo que se creía olvidado.
Estos sitios van más allá de ser meros establecimientos comerciales: son puntos de encuentro de curiosos y coleccionistas, de académicos y hasta de fantasmas. Platicamos con Guillermo Núñez Jáuregui, filósofo, escritor y actualmente librero de La Murciélaga, una librería en la San Miguel Chapultepec (Ignacio Esteva 7) que a lo largo de varios años ha sido un referente en el mundo cultural y literario de la CDMX.
¿Cómo defines una librería de viejo?
A diferencia de las librerías de nuevo y los supermercados de libro, donde predomina un ritmo marcado por el mercado editorial (a menudo acelerado), una librería de viejo y anticuario aspira a poner en manos de los lectores títulos que han sobrevivido al paso del tiempo.
Esa es la aspiración, en la realidad se batalla con el alud de libros que la gente descarta por cuestión de espacio o por eventualidades de todo tipo (mudanzas, muertes, necesidad económica). Supongo que las librerías de viejo viven entre esa aspiración y el caos de la realidad.
Es natural que muchas de ellas, La Murciélaga incluida, a menudo den con tesoros para coleccionistas, ediciones o títulos que valen por su rareza.
¿Cuál es el valor particular de este tipo de espacios en la ciudad?
Al margen de la afición por la lectura, o de la herramienta que es para quienes ejercen una disciplina artística como la literatura, creo que en términos de urbe, las librerías, como solía ocurrir con muchas cafeterías o bares, siguen siendo ese “tercer lugar” al que se refería Ray Oldenburg (entre el hogar y el trabajo).
Ahora es común ver a gente trabajar remotamente en cafeterías (y en cierto tipo de librerías), pero sigue habiendo espacios a los que la gente va sólo para estar o distraerse, como los parques, los cines o el teatro. Claro, las librerías son un negocio pero en principio la gente puede pasar horas en ellas sin ser molestada.
Creo que una de las frases que más escucho en La Murciélaga, “voy a volver cuando tenga más tiempo”, delata tanto el deseo de la gente de disponer, precisamente, de ese tiempo, como el que se han dado cuenta de que para sumergirse en una librería se necesita de él.
Cuéntanos acerca de La Murciélaga
La librería la fundamos cuatro amigos: Luigi Amara, Diego Rabasa, Óscar Benassini y yo. Nos conocíamos por cuestiones más o menos laborales (todos, en distintas medidas, nos dedicábamos a proyectos editoriales).
Cuando la revista en la que Óscar y yo trabajábamos tuvo que prescindir de nuestros servicios, empezamos a hacer proyectos que implicaban libros usados. En alguna feria nos encontramos con Luigi, quien tenía ganas desde hace tiempo de poner una librería de viejo, y nos pusimos a platicar. Al poco tiempo Diego nos preguntó si creíamos que íbamos a poner una librería sin que él se diera cuenta.
Una anécdota extraña que te haya sucedido ahí
Más bien, como es ese “tercer lugar”, lo raro es que no pase algo extraño: las librerías de viejo son un pararrayos de gente rara, desquehacerada, que a diario nos pone el reto de no convertirnos en cascarrabias.
Es un juego muy divertido, recomiendo las memorias de Héctor Yanover para comprender el tipo de negocio que es, más parecido al del tahúr que al de un académico o erudito.
Se nos han aparecido fantasmas, gente que ha visto extraterrestres, gente que ha padecido larvas cósmicas, libros encontrados por imantación, desventuras eróticas, polvo, relajo, inundaciones, fugas, hallazgos de libros rarísimos que nos sacan de penurias económicas… En una ocasión un judicial me preguntó si conocía a un miembro de la Unión Tepito, quien vivía a lado de un local que solíamos rentar.
Los retos de una librería
“Son cuatro retos principales: pagar la renta, tener la librería ordenada, desarrollar la paciencia para atender a ciertas personas y lidiar con los humores cambiantes de los socios. Sólo se me ocurre que podríamos sortearlos cambiando de giro o teniendo otro tipo de clientes y otro tipo de socios. Pero eso no va a pasar, porque… pues, también es el mero mole, ¿no?”, apunta Guillermo.