Entre letras y puños

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J. M. Servín presenta A puño limpio, una colección de crónicas de box en la que grandes autores de la literatura mundial narran momentos emblemáticos de la historia del pugilismo

 

Es un ritual casi obligatorio. Sentarse frente al televisor, cada tarde de sábado, a mirar los encuentros de box. Mirar a Rubén “El Púas” Olivares enfrentarse a Bobby Chacón o a Rubén Castillo es como presenciar un relato mitológico: una batalla entre colosos.

Hoy es 9 de febrero de 1974 y el niño, casi un adolescente, nunca olvidará lo que verá en la pantalla. José Ángel “El Mantequilla” Nápoles está por enfrentarse al argentino Carlos Monzón, campeón mundial de peso mediano, un tipo más grande, más joven, con brazos más largos y músculos de piedra.

“Otra vez la derecha, ¡violentísima!, de Carlos Monzón —las voces de Toño Andere y de Jorge ‘Sonny’ Alarcón se quedarían grabadas para siempre en la memoria del niño—. Se está tirando a matar. Busca el final prematuro, victoria por nocaut. Trata de contestar ‘Mantequilla’ Nápoles, pero con fuegos de pirotecnia nada más”.

Esta tarde, el niño, Juan Manuel Servín, no puede evitar llorar al ver cómo el “Mantequilla” Nápoles tira la toalla apenas cae el séptimo round. Más de 40 años después, recordará a su padre poniéndose una borrachera triste con sus amigos tras la derrota.

El niño crecerá, migrará a Estados Unidos, trabajará como despachador de gasolina o como niñero de familias gringas, conocerá las novelas de Jack London, los cuentos de Alan Sillitoe, escribirá luego en suplementos culturales, publicará novelas sin tener ninguna educación profesional en literatura o en periodismo… Para qué, si gran parte de su escuela ya estaba ahí, en las narraciones épicas de cada uppercut, de cada gancho al hígado.

—Los cronistas de aquellos días eran cultísimos —dice hoy J. M. Servín—. En el futbol tenías a Fernando Marcos y a Ángel Fernández, oradores de primer nivel. Ellos cumplían la función que, en principios de la civilización, tenían los más viejos: contar una historia alrededor de una fogata. La fogata era la televisión y estos viejos sabios, a través de un espectáculo deportivo, te llevaban a otros mundos. Hoy muchos dicen: “Ay, la tele, la pinche caja idiota”. Y no. Los deportes brindan experiencias colectivas, significado. A mí, ese universo me encaminó a la cultura libresca y la histórica. Es algo que necesita valorarse.

A puño limpio

“Al boxeo hay que ponerle historias, y por eso el parentesco con la literatura le es inherente. Dos tipos peleando en la esquina no importan a nadie si no sabemos quiénes son ni por qué pelean. Dos peleando en el ring sí importan si de cada uno conocemos historias conmovedoras o brutales”, escribe el comentarista de box Eduardo Lamazón en el primer fascículo de A puño limpio, la gran historia del boxeo, la colección de crónicas que Editorial Almadía, Proceso y Producciones El Salario del Miedo pusieron a la venta por entregas, desde el pasado 17 de junio, en los puestos de periódicos.

Desde la pelea entre Epeo y Euríalo, narrada por el mismo Homero en la Ilíada, hasta crónicas de Alberto Salcedo Ramos o de Arthur Conan Doyle, el primer volumen de la colección aparece como una reivindicación de la narrativa épica en torno al pugilismo. En 12 fascículos que repasan la historia del box a través de autores del peso de Hemingway, Martí, London, Cortázar, Mailer o los mexicanos Ricardo Garibay, Alejandro Toledo o Mauricio Salvador, A puño limpio busca reivindicar no al box, sino sus relatos, la épica que a lo largo de la historia ha inspirado en distintas partes del mundo.

¿En qué momento se te ocurrió hacer una compilación de crónicas de box?

J.M. Servín: La idea surgió porque me regalaron una bonita edición de dos tomos de historias de boxeo, compiladas por un erudito cubano, Omelio Ramos Mederos. Este señor hizo un trabajo documental enorme. Nosotros nos limitamos a adaptarlo al contexto mexicano y, en la medida de lo posible, ampliarlo: invitamos a escritores mexicanos y adquirimos los derechos de publicación de autores como James Ellroy o Barry Gifford.

Pareciera que la literatura y, sobre todo, el periodismo en torno al deporte han perdido importancia en estos tiempos. ¿A qué lo atribuyes?

El periodismo deportivo de buen nivel se diluyó con la TV por cable y, ahora, las redes sociales. Pero siempre ha existido una atención de los escritores y de los artistas hacia el deporte. El problema es que, hoy en día, escritores y periodistas ejercen su oficio como si fueran dentistas. Ya no confrontan el mundo: viven sus experiencias a través de una computadora, reportean en internet; los escritores viven para dar charlas en la feria del libro. Qué hueva. Eso dificulta que aparezcan nuevas narrativas, no solo alrededor del deporte, sino acerca de los fenómenos que atraviesan a la clase media, al populacho.

El box carga con cierto estigma, como deporte de la miseria.

Sí, la tradición del boxeo se sostiene en eso: es una de las pocas posibilidades en que alguien desposeído puede romper con sus circunstancias para acceder a un mundo mejor. Está mal visto por quien no quiere aceptar la esencia de este deporte: la lucha por la sobrevivencia. Que, en circunstancias iguales, dos tipos, por su propia voluntad y con reglas muy específicas, decidan subirse a un ring para partirse la madre con estrategia, imaginación e inteligencia, a mí me parece maravilloso.