Cuando los puños están arriba se debe guardiar silencio. En Calzada de las Brujas, entre los restos del colegio Enrique Rébsamen, decenas de niños y maestros han quedado atrapados por los escombros. El bullicio impide a los rescatistas escuchar los llantos, gritos, o cualquier señal de vida que permita ubicarlos.
Hasta el miércoles por la noche, el saldo es de 21 niños y 4 adultos muertos, así como 11 menores rescatados.
La tragedia no puede ser más demoledora. El sismo tomó por sorpresa a una ciudad que conmemoraba a sus muertos, a los edificios caídos hace exactamente 32 años. Entonces, también el 19 de septiembre, otro de los sismos más demoledores de la historia marcó la metrópoli. Desde entonces los capitalinos no pueden mirar con los mismos ojos los edificios que habitan, la tierra donde están parados. Ahora los padres de más de una treintena de niños, de entre 4 y 12 años de edad, esperan con el rostro hecho añicos por la angustia. A veces en silencio, a veces anegados por el llanto, rezan para que el siguiente rescatado sea su hijo.
«Lo dejé en la mañana en la escuela, no quiero que el beso que me dio en el carro pueda ser el último que tenga de mi niño», dice una de las madres al borde del colapso.
«El sismo fue sorpresivo, por eso fue tan dañino. No estábamos preparados. Hasta la alarma sísmica empezó a sonar cuando el movimiento ya se sentía. Cuando dos trancazos habían azotado ya las casas», comenta Gloria Ramos, voluntaria.
Bajo los escombros
Ubicada al sur de la ciudad, en la escuela Enrique Rébsamen había alrededor de 300 alumnos.
Ante las primeras sacudidas, la parte del edificio más cercana a los puntos de seguridad fue desalojada; en esa área, explican vecinos de la colonia Nueva Oriental Coapa, estaba la mayor parte de los estudiantes. Fue en la zona opuesta, donde los techos y los muros cayeron sobre los alumnos y los maestros.
La noticia se esparció en unos minutos. Los primeros voluntarios inundaron las redes sociales, solicitando personal de apoyo y pidiendo a la sociedad llevar agua, material de curación, hielo, jeringas, oxígeno y sábanas.
Alrededor de las 17:00 horas la sociedad civil había sobrepasado la convocatoria, un grupo de voluntarios colocó una valla a un par de calles a la redonda, en donde se recibían los donativos que llegaban por cientos.
Mientras avanzaba la tarde, los voluntarios se mezclaron con los efectivos de la Marina y con miembros de la Gendarmería. También hay soldados, bomberos, policías, boy scouts, curas. Todos intentaban aliviar un poco la pena de los padres que no recibían noticia de sus hijos.
Ahora Laura Macías arriba en una camioneta y toca el claxon para que los voluntarios se acerquen a la esquina de calzada de las Brujas y Miramontes. De su cajuela salen cinco bolsas de hielo y dos botellones de agua. Un minuto después, Gabriel llega en una moto con ocho bolsas de hielo y algunas vendas. Después Daniel, con una bolsa de medicinas que incluían antibióticos y analgésicos. Javier Ortega, médico de profesión, está aquí porque leyó en internet que hacía falta quien atienda a los niños.
«Se trata de ayudar. Uno no lo medita mucho. Sabes que la gente lo necesita y en automático estás en el lugar. Creo que eso nos distingue como mexicanos: el actuar en estos momentos difíciles», dice el médico mientras espera turno para entrar como relevo.
Cada hora llegan decenas de personas. Todos preguntan en qué pueden ayudar. Las manos sobran, lo que comienza a faltar son las herramientas, las palas, los equipos médicos, la gasolina. Los rescatistas necesitan comer, casi anochece y apenas han tenido tiempo de tomar agua.
La gente se agolpa, curiosa. Imposible no sentir miedo ante la imagen de las ruinas. Imposible no llorar ante la fragilidad de todo. Llegan palas, picos, gatos hidráulicos; también agua y hielo. Los voluntarios desalojan las calles de peatones. Las ambulancias, patrullas, camionetas de carga y carros de volteo necesitan con libertad. Hay que transportar a los lesionados, acarrear todo lo necesario para trabajar en una zona donde la luz y la red telefónica simplemente no existen.
La vida parece detenida. Mientras algunos corren, empujando carritos de supermercado llenos de víveres, un grupo de mujeres elabora y pregona la lista más importante del momento: los nombres de los niños trasladados, los rescatados y, sí, también la de los fallecidos.
Cerca las 20:00 horas arriba al lugar el presidente Enrique Peña Nieto en medio de la oscuridad. Un 40 % de la capital permanece sin luz eléctrica. Da conocer una cifra que sabe a un trago amargo: 22 niños y cuatro adultos han muerto; se estima que 30 menores aún se encuentran desaparecidos.
Un tendedero entre las ruinas
En la unidad habitacional conocida como Los Girasoles, en Miramontes y Calzada del Hueso, la noche y la oscuridad por la falta de electricidad cayó de golpe.
El edificio presentó grietas de varios centímetros que prácticamente separaron los muros de ladrillo rojo. Decenas de personas ahora miran, desde la calle, cómo sus casas han quedado inhabitables. Entre sus brazos cargan sábanas, enseres domésticos, pequeñas mochilas, masctoas.
«No te imaginas lo que es llegar de trabajar y encontrarte con que ya no tienes casa, que tienes que desalojarla. Yo me enteré por mi mamá que estaban revisando los edificios pero aquí la escena es peor», dice Cinthya, vecina de la unidad.
Algunos, los más jóvenes, hacen turnos para vigilar. Otros, los de edad avanzada, recurren a familiares para buscar alojamiento mientras el impacto pasa.
«Yo me voy a ir con mi hija, me voy a quedar en su casa mientras esto se resuelve. Tengo esa opción o la calle; ahorita nos pasa algo similar a 1985: todos le tenemos miedo a una réplica… por eso tampoco queremos abandonar nuestro hogar», comenta la señora Marcela.
Al tiempo, otro de los vecinos se sube a una escalera metálica y se cuelga de la ventana de un departamento ubicado en un segundo nivel. Es su casa e intenta, poco a poco, sacar sus objetos de valor sin entrar al inmueble.
Chilangos solidarios
Como siempre que ocurren tragedias, los chilangos volvieron a mostrar solidaridad por quienes enfrentan un mal momento; incluso si eso significa quedarse sin medios para llegar a casa.
El sismo con epicentro entre Puebla y Morelos dejó sin posibilidades de moverse a cientos de personas que utilizan el transporte público. Si a eso se le suma que casi la mitad de las calles de la capital estaban a oscuras, los riesgos se hacían más grandes.
Por ello, decenas de personas en diferentes avenidas de la capital prestaron camionetas para dar ride y acercar a los capitalinos a su hogar. Las avenidas y las calles estaban llenas de chilangos nómadas que, ante las redes de transporte superadas, decidieron continuar a pie. «Hay que ser solidarios, ahorita la cosa está difícil, si nosotros tenemos la posibilidad de ayudar, de hacer que la gente no camine tanto o de que guarde sus energías para más adelante hay que hacerlo. No sabemos si alguien de nuestra familia está en la misma situación y necesita que alguien le haga el paro», dice Antonio Martínez.
Como con él, la solidaridad se vivió en cada rincón de la capital. Ya sea con aventones, lanzándose a quitar piedra y escombro, donando materiales para las zonas de desastre. También con pequeñas acciones, como algunos restaurantes de la calzada Miramontes. Al ver que cientos de personas caminaban hacia su casa, ofrecieron agua y comida para mejorar el ánimo.