En su cocina cuelga un letrero que dice “El mundo no se acabará nunca”. Una especie de mantra para repetir todas las mañanas. Pero él parece estar convencido de lo contrario.
Hace menos de un año, justo en esa misma cocina, Fernando Rivera Calderón se preparaba para trabajar. Sacaba una copa y una cerveza. La máquina de escribir lo esperaba en el comedor. El escenario cliché del novelista pequeñoburgués. Era martes, poco después del mediodía. De la nada, todo comenzó a moverse. La copa, la máquina, la mesa, los libros, los planes… Era mejor salir corriendo. El fin del mundo estaba otra vez ahí.
“Me tocó el temblor justo escribiendo el primer capítulo de la novela. Digamos que el sismo se volvió parte de la historia, pero no solo eso, le metió velocidad, porque tuve la sensación de que nuestra fragilidad era tanta que en cualquier momento podíamos desaparecer de un manotazo”.
La novela de la que habla es Los mariachis callaron (Reservoir Books, 2018), la primera post-19S y poselecciones, y también la primera que escribe Rivera Calderón. Su protagonista es Kalelia, quien tiene que regresar a la CDMX tras la muerte de su padre, un famoso periodista que decidió exiliarla en Canadá. De vuelta en casa, se encuentra con un país en ruinas, sumido en el apocalipsis, gobernado por el exfutbolista Cuitláhuac Blanco. En la ciudad ya no hay agua, solo Coca, y una nube de cenizas ensombrece el lugar.
Se trata de “una distopía tragicómica sobre el México del 2026” en la que los expresidentes Vicente Fucks, Felipe Caderón y Enrique Pene Inquieto comparten un asilo en San Jerónimo, y Andrés Miguel López Labrador se convierte en santo.
“La realidad no solo supera a la ficción, sino que le va ganando a cualquier intento de profecía. Empecé a escribir la novela en septiembre de 2017, y cuando comencé, por ejemplo, Cuauhtémoc Blanco todavía era alcalde de Cuernavaca y no parecía querer ser gobernador. O había dos o tres situaciones que no habían agarrado el giro que tienen ahora. Son cosas que yo había imaginado que sucederían dentro de ocho años. Creo que la novela provoca una reflexión sobre el país que somos y el que queremos ser”.
La historia es también un retrato de una ciudad violenta y que tiene miedo. Un lugar hostil en el que ya no se vive sino se sobrevive, y donde los otros son vistos más como amenaza que como iguales.
“Lo que pasa es que aquí se nos pasó el tiempo de escapar. Nos dio síndrome de Estocolmo. Nos enamoramos de nuestra cárcel, nos enamoramos de la cloaca. Y desarrollamos una capacidad de adaptación que yo creo que envidiarían las cucarachas. Antes decían que las cucarachas eran el único ser que iba a sobrevivir al apocalipsis y hoy estoy convencido de que somos los habitantes de la CDMX. Porque así como los del PRI institucionalizaron la revolución, los chilangos institucionalizamos el fin del mundo. Aquí, el apocalipsis es cosa de todos los días que puedes ir pagando en cómodas mensualidades”.
Y según Rivera Calderón, la más grande virtud de sus habitantes es también su peor defecto: su impredictibilidad. “Creo que el chilango es un personaje radicalmente impredecible. Vas a Madrid y puedes encontrar una especie de media del madrileño o de las madrileñas. Un tono más o menos común. En Buenos Aires puedes ver, aunque ahí la gente es muy distinta, que hay una especie de media. Pero los chilangos somos muy diferentes entre nosotros. Aunque somos una tribu, la manera de reaccionar es caótica. Somos como una bola de neutrinos y quarks en un colisionador de hadrones y realmente nadie sabe cómo va a reaccionar el otro.
“Hay una cierta malicia y cinismo porque tenemos tal capacidad de adaptación a todo que lo vemos como una virtud. Pero adaptarte a vivir entre la mierda no es una virtud; adaptarte a vivir sin aire, no es una virtud; adaptarte a vivir entre tanta corrupción y entre tanta delincuencia no es una virtud. Pero los chilangos lo creemos. Creemos que estamos bien cabrones por sobrevivir aquí”.
Si el libro tuviese familia, sus primos serían El restaurante del fin del mundo, de Douglas Adams, y El dedo de oro, de Guillermo Sheridan. También tiene un poco que ver con Will Self, un escritor británico que le gusta mucho. El libro tiene un “tono ibargüengoitiesco y joseagustinesco, y que entre los escritores contemporáneos solo veo en Carlos Velázquez. Creo que si de algo padece la literatura mexicana contemporánea es de falta de sentido del humor”.
Detrás de un libro así se esconden muchas malévolas intenciones por parte de su autor. En un principio, explica Rivera Calderón, es una novela del futuro que habla radicalmente del momento que estamos viviendo. “Es decir, el futuro es la primera trampa. No hay futuro y esta novela nunca se va a leer en el futuro. Y lo digo con convicción filosófica, el futuro siempre estará adelante. Cuando llegue el 2026 y leas esta novela, vas a estar en el presente de todas formas y el presente también es un lugar del que no podemos escapar. La segunda, incorporar una reflexión sobre el clasismo, machismo y misoginia que hay en el país. Sobre a dónde pueden derivar si no se controlan ciertos fenómenos públicos que además ya han aparecido. Prácticamente todo lo que cuento en el libro como cosas del futuro ya está pasando, solo hay que observar bien y decir este monstruo va a crecer; esta hiedra, si no la cortan, va a crecer”.