Platicamos con Juan Villoro, autor de el vértigo horizontal, un conjunto de textos que escribió desde el levantamiento zapatista hasta el sismo del 19s y donde la gran protagonista es la ciudad
El futbol, el pasado prehispánico de nuestro país y la Ciudad de México han sido de las principales obsesiones en la literatura de Juan Villoro. Ahí están los ensayos futboleros Dios es redondo (2006) y Balón dividido (2014); o la cosmovisión maya en la novela gráfica La calavera de cristal (2011) y la novela Arrecife (2012). Pero sobre el exDF la producción del autor era una serie de crónicas, perfiles, ensayos y columnas que merecían ser compiladas en un volumen que integrara casi 25 años de textos construidos al ritmo de la expansión de la ciudad. De esta inquietud surgió El vértigo horizontal (Almadía, 2018), un libro que reúne desde las nostálgicas experiencias de la niñez chilanga de Villoro, hasta los lugares, los recorridos, los personajes emblemáticos y las vivencias anormales a las cuales estamos acostumbrados. ¿Por qué ni siquiera nos planteamos dejar esta ciudad hacinada, contaminada, ruidosa e inundada?, ¿qué misterioso magnetismo aferra a quienes nacimos o hemos llegado a ella? Villoro, en la tradición de Paz, Monsiváis, Pacheco y otros tantos escritores de la gran ciudad, intenta responder a esta paradoja.
¿En qué momento decidiste comenzar a escribir un libro sobre la Ciudad de México?
No lo sé. La primera crónica que está en el libro viene del 94. En el ambiente del levantamiento zapatista muchos volteamos la mirada al mundo indígena. Yo lo hice pensando en el de la Ciudad de México, y escribí una crónica sobre el subsuelo. El Metro me parecía una entrada a esa gruta del origen, de lo que hablan todas las cosmogonías prehispánicas. El Metro, a su manera, tiene muchos símbolos que vienen de los pueblos originarios, desde la estructura iconográfica, como un códice en las estaciones, hasta la pirámide en Pino Suárez. En la estación Panteones hay piezas prehispánicas, y una de ellas tenía una cédula que decía: “la tierra es matriz y tumba”, es decir, el origen y final de la vida. Esa crónica era un retrato moderno de la ciudad, que se alimentaba de las relecturas de nuestro presente a la luz del mundo indígena. Es la más antigua, pero yo no sabía que iba a escribir un libro de la ciudad.
Seguí escribiendo mucho sobre el tema, en esta necesidad de sobrellevar una realidad muchas veces adversa, dándole otro significado por escrito, y así fueron surgiendo muchas crónicas. Quizá hace unos ocho años pensé que había un libro en potencia, pero por mera acumulación de textos. El gran problema era darle orden a eso, porque había crecido como la ciudad misma, con un avasallamiento que ya no requería corrección de estilo, sino urbanismo.
Cuando hablas de tu infancia es inevitable sentir nostalgia por una colonia en la que un niño de ocho años podía vagar solo.
¿Vivimos en una ciudad más hostil?
No quisiera pensar que la ciudad es necesariamente negativa; es distinta. Hay cosas que hemos perdido, como la posibilidad de salir a la calle sin que tu familia sepa dónde estás. Hemos perdido espacios de convivencia, espacios caminables, actos de presencia… Antes, por ejemplo, el valor cultural de la miscelánea era extraordinario, porque era la pequeña tienda donde te reunías a conversar las cosas del barrio. O las cafeterías. El poeta Fabio Morábito, buen amigo mío, no tenía teléfono, la única manera de verlo era cierto día en el café donde se reunía con otros amigos. Me parece terrible que las plazas que hoy dominan como espacios de reunión, no sean las plazas públicas sino las plazas comerciales. La gente va a los malls no tanto a comprar, sino a estar en un lugar relativamente seguro, donde se puede encontrar con otras personas. Y estos espacios que no han sido construidos para crear ciudad, sino para excluirse de la ciudad, son hoy los lugares de reunión. Eso me parece deprimente.
Pero al mismo tiempo tenemos una ciudad mucho más incluyente socialmente, moralmente, una ciudad desprejuiciada. Yo salía a la calle en el barrio donde vivía y era el hijo de los divorciados, eso era un estigma terrible. Mi mamá era una mujer muy joven y guapa que salía con hombres, y eso era un estigma. Ese tipo de ciudad yo no la extraño.
Tenemos una ciudad más solidaria, lo hemos visto en los terremotos, pero también lo vemos en actos cotidianos. Hay que tener buenos recuerdos, pero también pensar que no todo tiempo pasado fue mejor.
¿Quiénes son tus referencias cuando escribes de la CDMX?
Muchas, por ejemplo, para Ciudad Nezahualcóyotl, Emiliano Pérez Cruz, que escribió un libro de cuentos maravilloso, Si camino voy como los ciegos. Para las colonias Roma o Condesa, por supuesto José Emilio Pacheco. Para el México contemporáneo José Joaquín Blanco escribió unas crónicas extraordinarias. Monsiváis escribió una maravillosa crónica sobre la manifestación del silencio. Están las crónicas de Guillermo Prieto en el siglo XIX. La literatura de Martín Luis Guzmán, del primer Carlos Fuentes. Elena Poniatowska hizo un libro clásico del 68, que es un libro urbano. Los poemas de Efraín Huerta, los poemas de Fabio Morábito sobre los lotes baldíos. La Ciudad de México reclama voces colectivas y este libro pienso que es una especie de coro de voces.