Miguel Ángel Estévez ha combinado tradiciones artesanales de varios rincones de México con su imaginación frenética para crear un universo juguetero de aires psicodélicos.
Por Carlos Acuña
Si Miguel Ángel Estévez Nieves fuera un personaje de cuento, sería una combinación entre el Sombrerero Loco y un duende navideño, de esos que inventan y fabrican juguetes de manera frenética y sin parar.
Es fácil sentirse un niño a su lado. Su casa, enclavada en la delegación Iztacalco, es al mismo tiempo un museo y un taller gigante: alebrijes, carruseles de madera, pequeñas ruedas de la fortuna con carritos hechos con guajes, caballos que brincan cuando se gira una manivela, volantines giratorios, títeres, calaveras sicodélicas, aviones con cara de tigre, esqueletos que tocan marimbas, maromeros que no paran de dar vueltas y leones que, movidos por pequeños engranes y poleas, devoran la cabeza de pequeños domadores de juguete. Cada rincón de su casa-taller alberga una sorpresa.
—Yo soy artista plástico de profesión— explica desde el otro lado de la mesa donde nos muestra sus creaciones—. Estudié en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, hacía grabado y pintura, pero siempre quise hacer algo tridimensional y con movimiento. Cuando vi los carros alegóricos en el desfile del Bicentenario, con juguetes tradicionales con movimiento, decidí dedicarme a esto.
Miguel Ángel Estévez, este hombre de baja estatura, 31 años, barbado y de lentes, juguetero loco que no para de contar leyendas de nahuales y catrinas, ha recorrido todo México en busca de los juguetes con los que se divierten los niños de cada pueblo. Más allá de las tablets, los videojuegos o los muñecos de fábrica, descubrió que en nuestro país existe una cantidad enorme de artefactos que, además de entretener, reflejan las técnicas artesanales de cada comunidad, que resguardan su cosmogonía y su medio ambiente.
—Este es un chintete, por ejemplo —cuenta mientras sostiene una especie de martillo, en el extremo opuesto a su mano, una criatura de madera a medio camino entre coyote y conejo que no deja de sacudirse de un lado a otro—. Los oaxaqueños cuentan que hay que tener siempre una olla de barro con sal para atrapar los rayos y que no te maten. Cuando atrapas un rayo, puedes golpear la olla tres veces con un chintete para liberarlo. A cambio, el rayo te concede un deseo.
De juegos y tradiciones
Un juguete es una mercancía. La mercancía siempre está cargada de valores, símbolos e incluso ideologías. ¿Qué le estamos enseñando a los niños con el juguete que decidimos regalarles? En la guía de compras del Día de Reyes preparada por la asociación civil El Poder del Consumidor, se menciona la importancia de que los niños recuperen la tradición del juego como un mecanismo de encuentro, invención y disfrute del aire libre, valores cada vez más escasos en un mundo donde se promueve la violencia, el aislamiento y el consumismo.
Además de esto, hay que preguntarse las condiciones en las que cada juguete fue fabricado. La organización China Labor Watch publicó a finales del año pasado un reporte en el que se enumera una larga serie de violaciones a los derechos de los trabajadores chinos por parte de algunas de las empresas jugueteras más célebres: jornadas de 11 horas de trabajo con periodos de descanso de 40 minutos, inexistentes condiciones de seguridad para manejo de sustancias tóxicas; sin seguro médico ni fondo de vivienda, pagos miserables y siempre irregulares, entre muchos otros abusos que vuelven malévolas las caras felices de los muñecos que adquirimos.
Los juguetes tradicionales se encuentran el polo opuesto. A diferencia de los juguetes de temporada, suelen ser más resistentes, no necesitan internet ni energía eléctrica, no pasan de moda y su simplicidad desata la imaginación. Y al comprar un juguete artesanal estamos apoyando la economía local y las pequeñas producciones.
Secretos compartidos
El primer juguete que Miguel Ángel Estévez aprendió a fabricar fue un clásico: una pequeña caja de madera que, al abrirla, espoleaba una serpiente que mordía la mano del incauto. Le encantaba la sencillez de esa broma. Con el tiempo, Miguel Ángel supo que existían pueblos que habían hecho de los juguetes en movimiento un arte.
En Juventino Rosas, Guanajuato, por ejemplo, Miguel Ángel Estévez conoció a Gumersindo España, Don Shinda, una leyenda viviente del juguete tradicional mexicano. De 83 años, Don Shinda le mostró los mecanismos secretos con los que hacía que sus muñecos –jinetes, músicos, cocineros y todo tipo de animales– cobraran vida por medio de pequeñas manivelas y alambres engranados.
—El año pasado me quedé una semana con Don Shinda —cuenta emocionado Miguel Ángel—. En algún momento me mostró cómo obtiene esos colores pardos. Fuimos a recorrer cerros: cada cerro tiene un color distinto. Hay tanto mineral en Guanajuato que allí hay tierra roja, azul, morada. La tierra se mezcla con baba de nopal y ese color no se deslava nunca.
Lo mismo ocurre en Temalacatzingo, Guerrero. Enclavado en la Montaña guerrerense, en medio de retenes militares y pequeños cárteles, este pueblo es una joya de la artesanía juguetera en el país: con guajes y pinturas orgánicas, animados por mecanismos simples, el pueblo se dedica casi por completo a producir pequeñas réplicas de los juegos de feria que cada año llegan a sus calles: carruseles, ruedas de la fortunas, martillos, sillas voladoras, llenos de ornamentos floridos y con acabados dignos de museo.
Miguel Ángel Estévez ha aprendido algo de cada lugar. Pero sus juguetes pasan por su propia experiencia: llenos de colores psicodélicos, con un humor particular, parece adaptar la tradición de acuerdo a su mente frenética e infantil.
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