“Somos estudiantes”, gritaban desde los autobuses donde se resguardaban, cuando ya los policías los tenían cercados. Sacaban playeras blancas por las ventanas en señal de paz, pedían que no dispararan, insistían en que eran normalistas. Algunos, confiados en que nada peor iba a ocurrirles en manos de La Ley, convencían a sus compañeros de entregarse. Pero no encontraron piedad.
El 26 de septiembre es una fecha demoledora como sismo: vimos otro rostro del horror: la constatación del calado de las raíces de la narcomafia política y la impunidad que la sostiene.
Los testimonios de los sobrevivientes y los documentos sobre lo ocurrido hace apenas un año nos cuentan una historia que se repite como deja vú: esta es sobre estudiantes que juntaban recursos para conmemorar una matanza de estudiantes ocurrida en 1968, pero fueron cazados –unos asesinados y torturados, 43 desaparecidos– en un operativo coordinado entre policías municipales, estatales, ministeriales, federales, soldados y sicarios del narco con licencia política para operar.
El 26 de Septiembre acaba de ser nombrado Día Nacional Contra la Desaparición Forzada. No sólo conmemora a los 43 de Ayotzinapa, también trae a la memoria a 25 mil 648 mexicanos desaparecidos. Se suma a otras fechas septembrinas fundacionales como el día 16 independentista o el 19 del terremoto.
Nuestro 26 de septiembre abrirá sus propios caminos, llegará hasta donde enraíce la memoria que cultivemos, anidará los espacios que le permitamos, escribirá su propia historia –por ahora tan reciente, tan dolorosa, que pareciera que necesitamos anestesia para poderla mirar-. Como escribió el investigador de verdades Carlos Beristáin: “Hay cosas que nos pasan en un tiempo en el que no pueden ser vividas”, necesitan su tiempo para poder ser asimiladas.
Más que una efeméride con la que se bautizarán escuelas, colonias o calles, este es un día ganado tras décadas de dolorosas luchas en las calles.
Por una imaginaria “Avenida 26 de Septiembre” puedo ver a los 43 marchando en bloque, hombro con hombro, brazos entrelazados, pelos casi a rape, caras morenas, voces jóvenes, pasos campesinos, dignidad en la mirada, sonrisa cómplice. Si la última vez esos maestros-promesa fueron vistos izando playeras blancas o sometidos contra el suelo, inmovilizados, ahora en esa caminata van abriendo surco, educando con su tragedia, alfabetizando conciencias, removiendo la indignación adormecida, derribando los cercos de la impotencia aprendida. Veo a los 43 marchando a un lado de las desaparecidas de Juárez, de los detenidos-desaparecidos de la guerra sucia, de los ‘levantados’ de la narcoguerra, abriendo entre todos un boquete en la historia a través de cuyas grietas se asoman y van saltando, uno a uno, los y las miles de desaparecidos solitarios que el gobierno ignoró y ayudó a desaparecer, esos que desde los años 60 comenzaron a ser “chupados”, víctimas de la desaparición forzada, y cuyas familias –a corazón abierto- han mantenido vivos y presentes. Los veo a todos sacudiendo cimientos: empujando la paralizada ley contra la desaparición forzada y los mecanismos de búsqueda. Juntos todos construyendo memoria de lo que no debe volver a repetirse y exigiendo justicia.