Hace 30 años salí de mi casa para no regresar. Esa mañana, mi hermana menor se encontraba en el hospital con una severa infección respiratoria, de esas que hacen que los niños no pasen la noche vivos si no son atendidos a tiempo.
Por ello, mi hermana mayor y yo nos habíamos quedado solos. Ella decidió que su cama era un mejor resguardo para la preocupación adolescente. Yo, obsesionado con no faltar al colegio -desde entonces-, me arregle para alcanzar el camión escolar.
Mi tía Josefina me llevó a la esquina de Saltillo y Alfonso Reyes. Hace 30 años, el paisaje era distinto: donde hoy hay una fonda de la franquicia de “El Califa” había una nevería Rombi, donde su especialidad eran las paletas cubiertas de chocolate. El restaurante a contraesquina era una farmacia y, donde había una casa mediana con una familia pequeña, hoy hay un edificio pequeño para las familias medianas de este siglo.
En esa esquina, el camión llegaba de forma exacta a las 7:20 cada mañana. Ese jueves, ya estaba en el semáforo un minuto antes cuando todo se tambaleó. El poste de la esquina perdió gravedad y masa para volverse elástico. Aun hoy sigue chueco.
Tres minutos después subí al camión. Los otros niños y adolescentes reían de forma nerviosa. Un temblor en el D.F. asustaba pero no llevaba al terror. Eso cambió en el camino entre la Condesa, La Roma y la Zona Rosa.
El recorrido se llenó de anécdotas de los niños que subían pero, también, de polvo, tráfico y sirenas.
Sin radio en el camión de la escuela, para todos era claro que no era un temblor sólo de susto. Reportes de pisos caídos, edificios dañados, gente en la calle que no sabía o no podía ir a sus casas marcaba el camino. En el cruce de Chapultepec era claro que la ciudad había sufrido una rajadura en su cara, una puñalada en el estómago, pero no un paro cardiaco.
Al llegar a Polanco, las clases estaban suspendidas, no por orden superior sino porque los maestros no sabían bien qué hacer, como calmar los ánimos, como tranquilizarse. Intenté hablar a mi casa desde un teléfono que se encontraba empotrado en el salón de maestros pero fue inútil.
Horas después, mi hermana llegó a recogerme no sin antes insultarme por haberme subido a ese camión de escuela. Hasta ese momento yo sabía que las cosas no eran iguales, pero ignoraba que no volvería a dormir en la cama que había sido mía por toda mi infancia.