Las carreteras de México representan uno de los pocos reductos de belleza que le quedan a este país. Hace unas semanas, camino a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, recorrí por la vía de Michoacán el trayecto que conecta el DF con la cuna de la torta ahogada. Con los cambios en el paisaje –de la fría montaña mexiquense, pasando por la siniestra Atlacomulco y por la laguna de Cuizeo, en cuyo espejo de agua se reflejaba la sombra difuminada de una solitaria barca colmada de tristeza y melancolía– el viajero puede abandonarse a un trayecto interior igualmente diverso e inquietante. Navegando a través del camino, por unos instantes, el territorio recupera su dignidad.
Cero automóviles o camiones de pasajeros atendieron nuestras peticiones de auxilio. Un trailero, en cambio, detuvo su buque de asfalto y nos prestó una compresora de aire con la que logramos llegar a un pequeño poblado llamado Huaniqueo donde nos habían asegurado que encontraríamos una vulcanizadora. Sin problemas llegamos al sitio recomendado. No transcurrieron ni cinco minutos cuando una pick up, con aproximadamente diez hombres a bordo, ninguno de ellos llegaba a los treinta años de edad, se estacionó de manera intimidantemente cerca de nuestro vehículo. Descendieron algunos de los tripulantes cuyas pistolas ubicadas en la parte trasera del pantalón eran imposibles de soslayar.
El despachante de la vulcanizadora nos sugirió comprar dos llantas nuevas pero al percatarse de que sólo contaba con una dijo “Pueden esperar media hora mientras traigo otra, pero sinceramente yo les recomiendo que salgan de aquí lo más pronto posible. Les vamos a cobrar sólo cien pesos por mano de obra. Aquí ya no hay trabajo para nadie. Antes cobrábamos 300 pero ahora lo único que nos interesa es sacar para el día”. Apenas quince minutos más tarde estábamos de regreso en la carretera, con una llanta nueva y otra parchada, incapaces de articular palabra. A la orilla del camino, detrás de los paisajes colmados de belleza, se esconde una realidad siniestra. Un sinfín de tragedias silenciosas, de vidas secuestradas, por no hablar de los horrores más manifiestos y flagrantes, nos obligan a pensar que, por terrible que parezca, quizá aún no hemos llegado al fondo del pozo.