No se trata de conversar con Siri. Tan sola no estoy. Pero sí reconozco que cada vez le cedo más terreno de mi vida privada a las apps de nuestros teléfonos inteligentes. Ni modo, manito. Pero es que hay guerras que una ya no debería luchar.
Hablemos de taxis, por ejemplo.
En esta chilanga ciudad nuestra, y en la que quieran. Parar un auto, que una presupone tiene todas las de la ley a cuestas, para que te lleve sana y salvo a donde sea. Los taxis tienen algo de mítico en nuestro imaginario urbano. Han dado para películas, series… para fantasías y una que otra utopía perversona. En fin, que ahí están esos vehículos y sus posibilidades. Sólo que todo por servir se agota. O se jode.
Yo solía tener una relación cálida con la idea del taxi. Paras un vochito de los de antaño, indicas la dirección, conversas sobre la política nacional, sufres la Arjoneada en turno (que de músicas no están hechos los mejores momentos en esos vehículos). Y ahí vas. Recuerdo a un señor que mientras conducía, me cantaba desde lo más romántico de su pecho y narraba fantásticas historias de migraciones deseables.
Entonces llegó la inseguridad; y los taxis pasaron a ser transporte de posibles secuestros. Llegaron los asaltos: parar un taxi se convirtió en estúpido desafío de la más elemental supervivencia. Llegaron también los piratas y su enorme potencial para la corrupción endémica. El taxi dejó de ser amable, y cuando lloramos al vochito que despidió la VolksWagen… lo hicimos sólo desde la nostalgia de lo que queríamos.
Hoy, mi taxi aparece desde las apps que uso: abro aplicación, verifico dirección, solicito unidad; me avisan en cuánto tiempo llega, qué coche es, placas, nombre del chofer, teléfono. Y cuando llego a mi destino, el cargo va a mi tarjeta de crédito. Rápido, amable, eficiente. Más caro, sí, pero estoy dispuesta a pagarlo.
¿Que estas apps son competencia desleal? Mala suerte, compañeros, resolvamos el intríngulis, no lo cancelemos. ¿Que se trata de la informalización de un servicio? Pues igual y sí. Resolvamos el intríngulis, no lo cancelemos. ¿Que las apps desplazan a la fuerza laboral ya organizada? No lo dudo, ya hemos visto las protestas en Europa por estas causas. Pero un servicio no funciona forzado desde la obsolescencia estructural. ¿Que no está garantizada la seguridad del usuario? Es que antes sí estaba, ¿no?
En fin. Esto del taxi es sólo un ejemplo. Lo cierto es que yo sí estoy dispuesta a hablarle cada vez más a mis apps. Se trata de la economía del compartir: no busquemos atajar las posibilidades digitales desde las inercias analógicas.
Se me ocurre, pues.
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(GABRIELA WARKENTIN / @warkentin)