“Ahí está”, dije al divisar sus brazos en alto. Di unos pasos en Fairmont Avenue y no me dio tiempo ni de mirar sus guantes: un grito desvió mi vista del monumento en bronce de Rocky Balboa. En Filadelfia, un negro maduro se carcajeaba, imitaba el habla torpe y los gestos lánguidos del boxeador, palmeaba las botas de la efigie, se movía cual púgil con la guardia en alto y con sus ojos sobre los míos cantaba el tema de la película.
Yo no entendía nada. Aturdido, arrancado de mi objetivo (visitar la estatua del boxeador más famoso del cine), presenciaba la escena dedicada a mí en plena calle. Imaginé que pese a su emoción desorbitada era un simple turista. “I take you a picture”, ofreció. En mi desconcierto le di mi cámara. Me pidió sonreír junto al pedestal, agarrar una pierna a la estatua, apretar los puños como campeón, alzar victorioso los brazos.
Me devolvió la cámara, le agradecí y oí: “A tip, please” (una propina, por favor). No era un turista. En una ciudad símbolo de la lucha contra la esclavitud, ese negro se ganaba la vida así.
La semana pasada mi viaje en EU siguió en Nueva York. Sobre Times Square, en medio del huracán luminoso del capitalismo y justo fuera de lujosas tiendas como Forever 21 o Citizen, negros tirados en el piso pedían limosna a las hordas de turistas. Al rato, en el señorial Imperial Theatre donde vi Los Miserables, no hallé un solo negro.
En Harlem vi negros en piltrafas distrayendo la pobreza en pandillas que gritoneaban bajo oscuros edificios. En Brooklyn, una negra en andrajos de unos 60 años hacía un movimiento demente y repetitivo como si afeitara su cara, que estaba llena de pelo. En Filadelfia pregunté por la calle Filibert a una señora negra de buena presencia y tras contestar me pidió: “A tip, please”. A un joven negro le pregunté por un andén en la estación de autobuses de Nueva York. Cordial, suspendió la plática con un amigo, me llevó al sitio exacto y le oí decir, otra vez, “a tip, please”.
A las 6 am del 29 de abril, en la sala para abordar el vuelo de regreso hacia el DF vi en una pantalla las protestas en Baltimore de la población negra por el asesinato atroz de Freddie Gray, sus gritos desesperados contra el odio racial.
Apenas 2 horas antes había entrado con mi acompañante a un vagón del Metro. A las 4 de la madrugada sólo lo ocupaban 5 negros. Sólo ellos iban a trabajar a semejante hora.
Pero más me conmovió lo ocurrido en minutos previos. Un negro que vagaba en la estación Marcy Av se interpuso en los torniquetes. Nos vio con maletas y preguntó si íbamos al aeropuerto JFK. “Sí”, dijimos. Miró nuestros boletos, útiles por 2 días más sin pagar un peso: “¿Me los dan? –rogó–, ya no los van a usar”.
Se los dimos y caminamos por el andén. El joven indigente de piel oscura no cesaba de agradecernos el gesto a gritos. Lo último que oímos fue: “I love you, I love you!”.