A pesar de que fumo una cajetilla al día, y a pesar de que durante cinco años no había tocado un balón de futbol, hace unos meses decidí regresar a la cáscara, en una liga de Futbol 7, noble para un treintañero de pulmones encogidos como yo. Más allá de mi tristísimo desempeño como defensa, la experiencia me ha dejado un sabor de boca muy amargo. Nada acentúa las diferencias como el paso del tiempo, de eso qué duda cabe. Y haberme alejado del futbol amateur por tantos años me dejó en claro que lo que antes eran altercados esporádicos ahora son la norma, partido por partido, sin importar la circunstancia.
Hablo con conocimiento de causa: desde los diez años he jugado en más de veinte ligas, desde el Ajusco hasta Villa Olímpica, pasando por un montón de canchas llaneras y, brevemente, por las fuerzas básicas de la UNAM. Durante quince años vi decenas de golpizas y entradas salvajes, pero nunca con la frecuencia con la que me ha tocado recientemente, en una liga, por cierto, en la que juegan equipos de diversos estratos socioeconómicos (hay jugadores que llegan en pesero y otros que llegan en camionetas del año).
En veinte partidos vi, en juegos propios y ajenos, igual número de conatos de bronca. El más mínimo roce futbolero era objeto de un cabezazo a la Jesús Corona o, de plano, un puñetazo en la cara, como me tocó en el minuto tres de mi segundo partido, a propósito de nada.
Siempre he creído que la salud de una sociedad, una ciudad o un país puede medirse a partir de las cosas más aparentemente nimias. Aquí mismo he escrito cómo la falta de civilidad en las calles es un síntoma de una enfermedad más apremiante que pulula entre nosotros. La impunidad que he visto en mi liga de futbol, la velocidad con la que se crispan los ánimos, la renuencia de las autoridades para sancionar a quien agrede, los epítetos clasistas de arriba abajo y viceversa, son una muestra, pequeña pero insoslayable, de una sociedad molesta, de puños dispuestos, a la que conciliar le tiene sin cuidado.
Una vez intenté acercarme a un contrincante para preguntarle por qué había empujado a uno de mis compañeros cuando este se tardó en darle el balón para un saque de banda. ¿Su respuesta? Mentarme la madre. ¿La del árbitro? Tu cuate se ganó el empujón por no darle la bola.
Vale la pena pensar en la manera en la que nos acercamos a resolver nuestras diferencias, como sociedad y como país. Condenamos antes de entender, insultamos antes de argumentar, juzgamos antes de pensar. Es una actitud que tristemente ha quedado al descubierto en una arena, ahora sí, mucho mayor que mi liguita de futbol. La presencia de la CNTE, que ha organizado marchas y bloques en defensa de sus prerrogativas, ha despertado pasiones muy oscuras, tanto entre quienes la repudian como entre quienes la apoyan.
Nada de debates razonados, ni un entendimiento de ambas partes, sino transgresiones y sordera. Se nos ha olvidado observar ambos perfiles del problema. Hemos aprendido a ver todo en blanco y negro: tu equipo contra el mío. Afuera y adentro de la cancha, en México las broncas se solucionan agrediendo. Malas noticias.
(DANIEL KRAUZE)