Que me disculpen los capitalinos de pura cepa (haberlos, haylos), así como los lectores frecuentes de esta columna sobre el Distrito Federal, porque en esta ocasión quiero hablar de la ciudad natal del amigo de Benito Juárez que se gastó su dinero en Europa intentando convencer a todo el mundo de que por favor no nos manden a Maximiliano y en cuya casa de la infancia me invitaron a presentar un libro en una librería que se inauguraba.
En la exresidencia medio barroca y medio neoclásica de Jesús Terán pude ver a mi papá, algunos compañeros de la prepa y colegas de la carrera, el doctor Alfonso Pérez Romo (prohombre local de la medicina y otras disciplinas), la amiga con la que tuve un programa de radio en el siglo XX, el profesor de inglés que me inspiró el gusto por cierto pop español: el tout Aguascalientes cultural de hace diecitantos años y de ahora.
Me gustó ver la Casa Terán así de remodeladita después de la explosión de 2012, y sin embargo la gente fume que fume, igual que en el Yambak, a donde nos fuimos de fiesta una vez terminado el evento.
Al momento de atravesar el zaguán del bar viajé momentáneamente hacia un precámbrico sin Internet ni libertades, cuando el de la voz tenía que llegar a casa de sus papás a más tardar a las dos de la mañana porque “un muchachito decente nada tiene que hacer en la calle de madrugada” (y al de la voz le consta).
Yo amo Aguascalientes, ciudad que se quedó dormida en lo peor de los 1990 y lo mejor de los 1890, con sus Costcos y templos de San Antonio, centros comerciales para coches y arquitecturas de cantera amarilla, quinceañeras acaudaladas y Anitas Brenner, fraccionamientos “de lujo” y baños termales de Ojocaliente. Por eso, en caso de tener la oportunidad, me atrevería a sugerirle a sus gobernantes que no se reborujen: que se acuerden por ejemplo de los viñedos y se olviden de una vez de tanta planta automotriz que se acaba el agua y le falta el respeto al bienestar de los aguascalentenses con esos sueldos de miseria.
Y que vayan a la librería del otro día. Y que se vuelva a sembrar, a deshilar, y que regresen los tapancos a la Feria de San Marcos, con sus personajes populares y elegantes como de Saturnino Herrán, de Jaime Humberto Hermosillo, del Tercer Anillo para allá.
Igualmente me atrevo a recomendar al defeño que no conozca Aguascalientes que se dé una vuelta por esa capital semidesértica que huele a sol y sabe a mezquite y tripa crujiente. Que visite su hermosa universidad, el camarín de la virgen de San Diego, los municipios medio abandonados, el museo de José Guadalupe Posada en el limpio barrio del Encino, la terraza del Hostal Posada y por supuesto la Casa Terán. Y se pierda en sus atardeceres que sólo pueden anunciar un futuro más digno.
(JORGE PEDRO URIBE LLAMAS / @jorgepedro)