Me parece interesante pensar que algunos alcaldes en el mundo están entre los políticos más vanguardistas de nuestro tiempo. Allí, por ejemplo, está Michael Bloomerg, empresario, fundador de una compañía de información financiera y un político que ha cambiado una de las ciudades más complicadas del mundo añadiendo bicicletas, parques construidos sobre líneas elevadas de tren o cambiando la zonificación del 40 por ciento de Nueva York para asegurarse un desarrollo más racional.
Allí está también su sucesor, Bill de Blasio, agnóstico, demócrata, casado con una activista y poeta negra con quien ha procreado hijos mestizos. Di Blasio es el defensor una política de mayor equidad en una ciudad volcada a hacer dinero.
Latinoamérica tiene su cuota de políticos interesantes. Allí está Antanas Mokus, ex alcalde de Bogotá, a quien escuché recientemente hablar en el festival de arquitectura y ciudad, Mextropoli. Mokus, aquejado ahora por un Parkinson incipiente, habló, como si fuera el más fiero activista, sobre cómo pudo comunicar una nueva cultura de la legalidad. Contó también de sus políticas de ahorro de agua. Decía que había recomendado a Marcelo Ebrard bañarse en un metro cúbico de agua en una tina en el zócalo, para que el jefe de gobierno de la ciudad de México pudiera enseñarle a los chilangos, como Mokus hizo con los bogotanos, sobre el dispendio del vital líquido. Obviamente, eso no sucedió.
También está en Colombia Sergio Fajardo, ex alcalde de Medellín que lanzó, entre otros, un ambicioso proyecto de cultura ciudadana, enfocado a una convivencia pacífica en una de las ciudades más violentas del mundo e hizo un programa de construcción de bibliotecas públicas, edificios de calidad, que redignificaron el espacio público.
Hace poco, conversaba con Jordi Hereu, ex alcalde de Barcelona, que también estuvo en Mextropoli. Me contaba cómo había blindado a la ciudad de la especulación inmobiliaria que vivía al resto de España (y que la llevó a la ruina financiera) y como había lidiado con los dos grandes problemas de una ciudad global como la suya; turismo (reguló el desarrollo de nuevas zonas de entretenimiento para que el turismo no terminara ahogando la ciudad) y la inmigración (promovió una política de integración, distinta al multiculturalismo a la americana, o de la asimilación completa, a la francesa).
Y así llegamos a nuestras propias tierras, rogándole, de la manera más atenta, alcalde Miguel Ángel Mancera, que nos diga qué quiere de la ciudad, y que no nos condene al inmovilismo causado, según yo, por su excesivo celo de seguir guardando una buena imagen, que de todos modos ya ha estado perdiendo.