El día de ayer, ¡qué pesadilla!, mi coche desapareció de la calle. Al principio pensé que se lo habían robado (no habría sido la primera vez), pero después el franelero de la esquina me anunció, muy tranquilo, que se lo había llevado la grúa. Busqué por todas partes un letrero prohibiendo estacionarse o unas franjas peatonales que no hubiera visto al elegir el lugar, pero fue inútil. Nadie supo explicarme qué tipo infracción había cometido. Con la misma calma de antes el franelero apeló no a un motivo, sino a una costumbre: “Siempre se los llevan en esta calle. Seguro está en el depósito de Acoxpa”. Me dirigí al corralón tan rápido como pude y vi a la grúa entrar al estacionamiento con mi coche a cuestas, como un animal prehistórico que arrastra una nueva presa hasta su madriguera. Comencé entonces el engorroso proceso burocrático habitual en esas circunstancias. Había que sacar en un negocio local dos copias de una larga lista de documentos. En la fila de la copiadora más cara de México tuve oportunidad de hablar con otros agraviados. No era la única que estaba ahí sin un motivo evidente. A un señor le habían secuestrado el coche en la mismísima puerta de su casa.
Cuando por fin llegué a la ventanilla, el encargado me hizo notar que mi tarjeta de circulación estaba vencida. Me dije ingenuamente que quizás sería posible renovarla allí, pero ocurrió todo lo contrario. “No hay manera de renovar la tarjeta, ni aquí ni en ningún otro lado, mientras su coche esté en el depósito. Mejor arréglese con mi compañero˝, me dijo, con una naturalidad apabullante. Comprendí —soy lenta— que todo el sistema de vialidad está diseñado para conducirnos a un solo e inequívoco procedimiento: la mordida. Si no fuera así, avisarían, como ocurre con el recibo del agua o de electricidad, que han vencido nuestros documentos, y los corralones contarían con cajeros automáticos donde pagar las multas y efectuar los diversos trámites sin que el dinero tocara las manos de un solo policía.
“Arréglese con mi compañero”. La frase aún resuena en mi cabeza. Me pregunto a qué nos referimos cuando hablamos de “crimen organizado” si no es a este tipo de organizaciones delictivas, como la policía, en la que ningún mexicano deposita su confianza. No estamos hablando de vulgares ladrones de coches, sino de agentes del gobierno que con fuerza y alevosía secuestran nuestros vehículos y nos piden dinero por devolverlos. Me pregunto también qué clase de autoridades son las que nos gobiernan, puesto que se apoyan en un equipo de bandidos como los agentes de tránsito. Me pregunto, sobre todo, si los señores Hiram Almeida y Miguel Ángel Mancera reciben una tajada de este lucro informal y, si no es así, por qué no se han propuesto entre sus prioridades la tarea de remediarlo.