Un amigo, que en sus tiempos llegó a tener ocho gatos, sufría cada vez que debía salir de viaje. Se sentía un desertor, un traidor. Les dejaba abiertos y al alcance de la garra tres o cuatro costales de comida a los bichos, colocaba recipientes con agua en sitios estratégicos de la casa para que nos les llegara a faltar, y les compraba diez o doce ovillos de estambre, que dejaba olvidados aquí y allá, para que jugaran. A su regreso, claro, en su domicilio reinaba el caos. Los gatos habían comido, sí, pero además desperdigado el alimento; habían bebido y volcado el agua y patinado en los charcos; habían enredado el estambre en lámparas, cables, antenas y persianas y establecido su centro de operaciones sexuales en la cama de su dueño. Él, sin embargo, se sentía ejemplar. “Los dejo libres y así toleran mi ausencia”, decía. Yo siempre sospeché que los gatos estaban deseando que diera la hora de que se largara.
Con los perros no es igual. Yo, al menos, no puedo irme de casa así nomás, sin garantizar que nuestra perra tendrá no sólo comida y bebida, sino atención veterinaria. Un amigo, admirable, ha cumplido varias veces la función de nana. Pero cuando un viaje largo se atraviesa en la agenda resulta un abuso pedir su intervención. Así conocí el mundo de los hoteles para perro.
Luego de recorrer algunos establecimientos que ofrecen el servicio de alojamiento y cuidado de los animales, los he clasificado en tres categorías. La primera es la alternativa “Charles Dickens”. Es decir, uno deja al perro cual madre obrera victoriana, a la puerta del asilo ―en este caso, una veterinaria―, y allí se pasará el día metido en una jaula o un patio, si bien le va. El perro promedio que sufre esa experiencia se amargará y querrá clavarle los dientes al amo apenas lo vea. Desde luego que esa no es opción para mí, porque mis hijas no permitirían que nuestra perra permaneciera encerrada, cual Charles Manson, mientras ellas corren por una playa.
La segunda es la opción digamos normal: un local con espacio para que los perros caminen y corran, que les permite ciertas libertades y en donde, con un poco de suerte, se resignan y alcanzan una suerte de zen forzoso hasta el día que uno va a recogerlos.
La tercera y última es la favorita del adulto contemporáneo burgués: el spa canino. Éstos son lugares monísimos, espaciosos, en los que los perros no solo son resguardados sino que les dan masajes y pedicure, paseos personalizados, comida gourmet, tiempo de calidad y, de ser necesario, incluso charlas sobre la industria cultural contemporánea y el futuro del libro electrónico. Hay, por último, el rizo del rizo: spas alternativos donde uno el perro sobrelleva la ausencia de uno metido en un temazcal y se riega el gañote con jugos naturales a base de frutas orgánicas.
Y claro, esos perros vuelven a casa y se fastidian, como quien regresa de un doctorado en Alemania y se queda atorado en un semáforo de Insurgentes. Justo como la ingrata de mi perra quien, ahora mismo, bufa, me barre con la mirada y estira la pata como para que le lime las uñas.