La primera devaluación que recuerdo fue la (galopante) del sexenio del difunto Miguel de la Madrid. Recuerdo a la mamá de un compañero de la primaria llorando en la sala de su casa (mientras los niños jugábamos al futbolito) porque su negocio consistía en irse a El Paso a traer fayuca y con la subida del dólar ya no le iba a ajustar ni para cocacolas.
Esto fue por allá de 1987. A mi madre apenas le alcanzaba para los gastos domésticos. Yo no entendía las charlas de los adultos sobre la devaluación, los chistes sobre el antecedente de López Portillo ni la frase de cajón “defenderé el peso como perro”. Recuerdo a una profesora, sindicalista rabiosa, trinando en clase contra los “sacadólares”. Cuando le preguntamos quiénes eran aquellos canallas nos dio una de las mejores clases sobre economía que he oído. En resumen, nos dijo que los ricos se iban con su dinero a pasear por el extranjero y al resto nos cargaba el payaso (ventajas de estar en escuela federal y no en un colegio de monjitas).
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La siguiente devaluación de la que tengo memoria fue la que sobrevino al famoso “error de diciembre” de 1994, que se fraguó al final del sexenio de Salinas y le estalló en las manos a Ernesto Zedillo. Ya trabajaba en esos días y el nocaut del peso tuvo consecuencias en mi vida, al menos en términos de lo que más me importaba. Acostumbraba, por ejemplo, comprar historietas importadas (el Conan de la Marvel, que era infinitamente superior al que sacaba acá Novedades Editores) y no eran particularmente costosas. Un día, cuando el nuevo brinco del dólar, llegaron a los puestos al triple del precio. Luego no volvieron más. Varias de las tiendas en donde encontraba casetes importados cerraron las puertas. La piratería se afiló los colmillos.
No es que la economía haya sido una maravilla a partir de ese momento, pero al menos la moneda nacional no tuvo por años una caída tan aparatosa como la que estamos presenciando por estos días. Ya no compro historietas (ni existen los casetes) y, aunque tampoco me dedico a traer fayuca, ahora me siento cercano a la madre de mi amigo y entiendo su llanto y su crujir de dientes.
Hemos apostado, como país, todas nuestras canicas a un modelo económico que no ha servido para resolver la pobreza, que ha provocado una disparidad de recursos entre el puñado de megamillonarios y el resto de los mortales como no se había visto en la historia humana y que, por si fuera poco, nos pega coscorrones como estos. ¿A qué malévolas entidades públicas le van a echar la culpa esta vez? ¿Qué otras reformas estructurales hacen falta? ¿Reanudaremos los sacrificios humanos en el Gran Teocalli para que los dioses del mercado nos perdonen sepa qué faltas?