Una desaparición no es tal. Nadie desaparece. Es un truco óptico: una persona sale de nuestra vista pero sigue allí, en la de alguien más: la mirada de un raptor, por ejemplo. El paradero de quien creemos desaparecido casi siempre es conocido por alguien, así sea el tipo miserable que, vivo o muerto, lo ocultó de la mirada general. Llamamos “desaparecidos” a quienes no queremos llamar, según el caso, “hurtados”, “asesinados”, “aprisionados”.
También hay quien, por motivos a veces incomprensibles para los demás, decide escamotearse de la mirada de los suyos. Conocemos esas historias: mujeres que huyen de un golpeador, hijos que se escabullen de una familia aplastante, mísera o violenta. Y, claro, aunque ya cerca del final de la lista, chiquillos que se van de casa por mera sed de aventura. No creo que resulte difícil entenderlo. Miles de chamacos lo han hecho: hay abundantes pruebas documentales en la literatura y el cine. Quizá el epítome de ese tipo de personajes sean los Tom Sawyer y Huckleberry Finn de Mark Twain, quienes consiguen incluso cumplir la fantasía de presentarse en el funeral que les han organizado en el pueblo, creyéndolos perdidos en el río, y medir las reacciones de sus vecinos ante sus presuntos decesos.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE ANTONIO ORTUÑO: EL RESTO DEL MUNDO
Yo “escapé” de casa a los 15 años. Aclaremos: desaparecí de la vista de mi madre durante un día entero. Trabajaba para una empresa un tanto singular y me mandaron al entonces DF a entregar unas piezas. Aproveché para utilizar el dinero que me pagaron por la “misión” para visitar la Tower Récords y comprar algo de música que jamás llegaba a Guadalajara. Fui muy feliz. Al día siguiente, emprendí el camino de regreso. Mi madre, a la que olvidé mencionar el asunto (“olvido” interesado, porque es francamente probable que no me hubiera permitido aceptar la chamba) estaba, desde horas antes, movilizando al barrio entero en mi busca. Y menos mal que aparecí cuando lo hice porque a los pocos minutos de mi regreso llamaron de Locatel para decir que había un cuerpo que se correspondía con mis señas en el forense local.
Veo, con asombro, que las redes hierven de indignación contra el par de adolescentes que desaparecieron por unas horas de sus casas en el exDF y que provocaron una campaña urgente de búsqueda la semana pasada. Sí, el país es un horror; sí, hay tantos reportes de desapariciones que ya casi no podemos ni contarlos. Pero en este caso, hasta donde sé, lo único que sucedió fue un problema de índole doméstico. Las familias pidieron el apoyo colectivo a través de las redes y qué bueno que lo consiguieron. Pero no olvidemos lo fundamental: solicitaron nuestra ayuda para difundir su petición, no para educar a sus hijos. No cobremos con regaños inútiles el precio de la difusión. ¿Cuántos de nosotros hemos sido muchachos escapados alguna vez?