Hace unos días, comentaristas de medios y algunos activistas celebraron la decisión de la Presidencia de aprovechar el Día Nacional de la Lucha contra la Homofobia para anunciar diversas medidas en pos de la plena igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Como eje de este vuelco en la política federal, el Presidente prometió enviar una iniciativa al Congreso en la que propondrá legalizar en todo el país el matrimonio igualitario, actualmente permitido de forma explícita solamente en la Ciudad de México y otros tres estados y sostenido en el resto del territorio nacional por una sentencia de la Suprema Corte, así como el derecho de adopción por parte de cualquier pareja que cumpla los requisitos de ley. También dijo que propondrá otra iniciativa que reglamentará y articulará los cambios y ajustes legales necesarios, y hasta anunció una campaña oficial contra la homofobia que será encabezada por la Conapred.
Se entiende el entusiasmo de quienes han luchado por años por estos cambios, generalmente a contracorriente de grandes capas de la sociedad y ante la indiferencia y tibieza, cuando no del abierto desdén (y hasta la oposición virulenta) de las autoridades. Pero también resulta inquietante la facilidad con la que en México acabamos por reconocer todo lo bueno que llega a suceder como mérito del poder. Porque me temo que no, no ha sido un trabajo de la Presidencia ni del gobierno que parte de la sociedad mexicana salga de las cavernas y sea un tanto más tolerante que hace unos años. No ha sido gracia del poder institucional que se alcance el matrimonio igualitario, que los derechos sean para todos y la discriminación comience a desaparecer de la ley y el discurso oficial (y digo “comience” porque falta que, efectivamente, lo propuesto se concrete).
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Han sido activistas y colectivos quienes han hecho ese trabajo, no el gobierno. Activistas que han sido sometidos, por el poder y parte de la sociedad, a un baño de ridículo, a violencia, agresiones y mofas, activistas que han sido ignorados, censurados, evitados, eludidos. Que en no pocos casos han pagado con la vida sus posturas. El trabajo de combatir prejuicios, educar, debatir, plantarse ante tribunales y perder, demandar y ser sobreseídos, manifestarse, visibilizarse, reflexionar, luchar, pues, lo han hecho, todo este tiempo, lesbianas, gays, bisexuales y personas transgénero, no el poder, no la sociedad en su conjunto. La victoria, pues, si la hay, aunque sea sólo legal (México no va a volverse tolerante y desprejuiciado automáticamente) es de ellos, de los que se rompieron la madre por la igualdad. No es la victoria de un Presidente que, en el mejor de los casos, aprovecha la oportunidad política para tomarse la foto y subirse al tren.
¿O de verdad el gobierno está dispuesto a ir a fondo? ¿Por qué, por ejemplo, no propone una ley federal que garantice el derecho de las mujeres al aborto? Quizá porque que la agenda del Presidente no es tan progresista como proclaman algunos ahora.