Considero una de las mayores fortunas de mi vida haber estudiado en escuelas laicas. En cambio, varios parientes y, junto con ellos, decenas de amigos y conocidos poseen un robusto anecdotario de los horrores dictatoriales padecidos durante la infancia en colegios de curas y monjas. Tenían mejores mesabancos que los nuestros, sin duda, y canchas deportivas más imponentes, pero eso se olvida con el tiempo. A lo que voy es a que mi educación laica habrá tenido todos los inconvenientes de equipamiento que se quiera pero, al menos, no llegué a la edad adulta convencido de ser un pecador y sintiéndome culpable y digno del infierno por ser quien soy. Tómense, pues, mis palabras como las de un agnóstico que, ni en su casa ni en la escuela, fue educado como católico y opina desde esa postura.
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No me entusiasma, lógicamente, la visita al país del supremo jerarca del catolicismo, el argentino Jorge Bergoglio. Muchos, en los medios y las redes sociales, hemos repelado por los excesos en que han incurrido las autoridades y los medios para recibir al hombre conocido como el papa Francisco I. El gasto millonario dedicado a pavimentar y limpiar ciertas calles para que el Papa no las vaya a ver feas es un buen ejemplo de la hipocresía imperante. También el desplazamiento masivo de policías a zonas como Ecatepec, en el Estado de México, en donde los vecinos han rogado por años para tener mayor seguridad sin encontrar respuesta. Policías, claro, quienes sólo se quedarán allí mientras dure el acto papal y que luego se irán. Y qué decir de la cobertura mediática de la visita, convertida por las principales cadenas de televisión y radio y la mayoría de los grandes portales de internet; es una suerte de carnaval desbordante de propaganda religiosa.
Entiendo la molestia de algunos católicos ante las críticas. Todo mundo debería tener la libertad de profesar la fe que le pegue la gana, claro. Un buen Estado laico también garantiza la libertad de culto y la igualdad de todas las confesiones ante la ley. Aunque, dada la historia autoritaria de la Iglesia y el colosal poder económico y político que posee, no deja de resultar curioso que alguien piense que es una especie de frágil rosa a la que hay que tocar con mucha delicadeza al criticarla o, mejor aún, ni siquiera tocar.
Toda visita de un Jefe de Estado extranjero (y el Papa lo es) ocasiona cierto gasto. Pero no uno tan desmesurado, de tiempo, dinero y esfuerzos. Nunca, por ejemplo, se han cerrado tantas calles ni estaciones del transporte público por otro líder. ¿Piensan en eso los conservadores que se indignan con las marchas por motivos sociales y los cierres ocasionales de vialidades que provocan? ¿O en este caso no aplica el credo en que el libre tránsito es más importante que cualquier otra motivación humana? En esto, como en muchas cosas, hay muchos que resultan ser más papistas que el Papa.