Siempre me ha parecido ridícula la idea de que los deportistas, en especial aquellos que representan a México en alguna competencia internacional, deban ser “ejemplo y espejo para los jóvenes”. Cuántas veces hemos leído la indignación de un columnista (o escuchado resignadamente la parrafada de un locutor) que se lamenta de que tal o cual futbolista o boxeador se haya dejado ver en estado de ebriedad o echando relajo a deshoras, como si de verdad el corazoncito de millones de pequeños fuera a tronar al saberlo o como si un chamaco de siete años fuera a proclamar: “Híjole, mañana comienzo a beber mezcal porque mi héroe, el Patas Mendiola, lo hace” (lo probable es que en esa decisión influyan más los vecinitos que beben sentados en la banqueta). Sin embargo esta idea es comúnmente aceptada en un país que, a la vez, se calla cuando sus legisladores se organizan para saquear las arcas públicas con singular alegría (claro: esos politicazos no son ejemplares, sino especímenes, lo que es, en el fondo, cosa muy distinta).
Y la cosa se pone peor en época de Juegos Olímpicos. El común de los mexicanos, seamos sinceros, casi no entendemos de nada que no sea futbol, pero opinamos como si fuéramos expertos en lo que sea que nos pongan en la pantalla, así no sepamos ni para dónde tienen que correr los que aparecen ahí. Nos da una rabia tremenda que un atleta nacional quede en el lugar 30 de una competencia, porque sentimos que nuestros impuestos han sido desperdiciados en la preparación de un holgazán, cuando lo cierto es que el peso del sostenimiento de los deportistas mexicanos lo llevan, es sabido, ellos mismos y sus familias. Son una absoluta minoría los que reciben “becas” y apoyos que realmente les permitan una preparación equiparable con la de esos gringos, chinos y alemanes que arrasan en los medalleros. Pero esa parte no la reflexionamos jamás. Nos quedamos con la idea de que los mexicanos que van a competir son timadores, recomendados y sobrinos de algún cacique (los ha habido, eso sí, pero no han sido la mayoría) en vez de discurrir que, sencillamente, como sucede en muchos otros rubros, los nuestros están ahí paraditos por puro orgullo personal, con apoyos mínimos, y tienen que competir contra estrellitas chiqueadas que han sido mantenidas entre algodones.
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Tengo un amigo ingeniero que suele decir: “Ya daría yo de brincos porque alguien me considerara el décimo mejor programador del mundo”. Pero si un arquero queda en el décimo lugar en Río nos sabe a derrota. Hemos oído a tantos Perros Bermúdez cantar en televisión las glorias pindáricas del triunfo olímpico que nos cansamos de repetir tonteras como “si no ganan, que ni vayan”. Con una lógica semejante, buena parte de los mexicanos deberíamos caminar en filita al mar, como los lemmings, y saltar de un acantilado. ¿O acaso usted se encuentra entre los tres mejores vendedores de bolis en el planeta?