17 de octubre 2016
Por: Antonio Ortuño

Todos expertos

Todos somos expertos en algo, solía decir una profesora, alma noble y lectora muy aficionada a los libros de autoayuda. Su ejemplo para ilustrar esa sentencia era nuestro compañerito Ernesto, un cavernícola incapaz de sumar ni siquiera ayudándose con los dedos, pero que sabía de memoria las alineaciones de los equipos del futbol mexicano (circa 1986). “A Ernesto le cuesta lo de la escuela, sí, pero fíjense: en futbol se las sabe todas”, decía la educadora. Se equivocaba: Ernesto era fanático del Atlas y, cuando creció, perdió la casa heredada a sus padres, el automóvil y mucho dinero apostándole al equipo de sus amores, aunque la evidencia de que sus resultados solían ser pésimos era categórica. Eso sí: la última vez que lo vi, Ernesto sabía de memoria las alineaciones de los equipos que iban a disputar el Mundial de Francia 1998.

Esto viene a cuento por nuestra costumbre (hablo en plural, porque no puedo eximirme del pecado) de opinar con ínfulas de oráculo de Delfos sobre asuntos como la concesión anual de los premios Nobel de Literatura y de la Paz, aunque, francamente, sean menos los que opinan sobre los galardones correspondientes a la física, la química o la economía (las malas lenguas dicen, por cierto, que el ingeniero Alfred Nobel no instituyó un premio de matemáticas porque su mujer le puso los cuernos con un caballero dedicado a tan bella disciplina; de cualquier forma, dudo que los juanperros que somos la mayoría quisiéramos opinar al respecto de la ciencia de Pitágoras y el profesor Baldor).

La conclusión de que opinemos (o hasta vociferemos) sobre unos premios y callemos sobre otros debería ser, desde luego, que nos sentimos cómodos y autorizados para dar nuestros pareceres literarios y geopolíticos, pero a la hora de decir “mu” sobre las ciencias, recordamos que a la hora del examen de física estábamos jugando al trompo o invitándole un refresquito a Laurita, la del 6º C. ¿Por qué creemos, en cambio, que opinar de literatura o política es más sencillo, si la mayoría de nosotros tampoco prestaba atención a las clases de letras y de historia?

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Me temo que la respuesta es simple: la ciencia, incluso la que no califica como exacta, está sujeta a parámetros de discusión que no cualquiera es capaz de manejar. En cambio, cuando se habla de política y arte nos sentimos confiados. ¿Quién va a demostrarnos que Jodorowsky no es un filósofo más importante que Kant o Yordi Rosado un prosista más agudo que Foster Wallace? ¿Quién va a convencernos de que Obama no es un reptiliano o forma parte de la conspiración de los siete banqueros de Wall Street? Perder esas discusiones es imposible, porque en ellas no hay parámetros categóricos que valgan. Basta con llamar “esnob” y “sobradito” al detractor de Yordi y calificar de “chairo” a quien descrea de la conspiración reptilo-bancaria. La subjetividad nos vuelve invencibles.

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