Uno puede estar en sus asuntos, distraído si se quiere, con la vista perdida en alguna de las mil aplicaciones del teléfono celular, esa adicción tan confesable. O puede estar en una charla cualquiera, una de esas sobre la Liguilla, el clima, el dólar por las nubes. El caso, en fin, es que cuando menos lo espere uno (que en este ejemplo debe estar, de preferencia, sentado, sereno, sin preocuparse demasiado) algo cambia repentinamente en el aire. Los pájaros vuelan de los alambres y el viento se detiene. Se hace una burbuja de silencio que, luego de unos segundos de tensión, se rompe cuando aparece el primero de los tipos. Va al trote, enfundado en un trajecito. Es el heraldo. A veces lleva un radio en el que va escupiendo mensajes.
Detrás de él vienen los fotógrafos institucionales (que se distinguen de los fotógrafos de prensa en que disparan continuas ráfagas de fotos) porque al jefe no le interesa la calidad de las imágenes tanto como documentar cada segundo posible para que no lo regañen. Hay un cerco de guaruras, subalternos y lambiscones acomodados en una suerte de atroz fila india (ejem). En medio de todos va el elegido. El funcionario bien peinado y con un traje finísimo. Una sonrisita de autosatisfacción le revolotea en los belfos. Es el alto funcionario y ha irrumpido como un toro de lidia en nuestro apacible campo de visión, si es que tenemos.
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¿Para qué tiene esa corte? Bueno, un psicólogo podría explicarnos algunas cosas sobre las necesidades de poder del buen señor. Un politólogo agregaría algo sobre la torpe inevitabilidad de este tipo de formaciones jerárquicas en el medio mexicano y la tradición del boato (que haría, en una de esas, descender de Moctezuma o de la corte de los virreyes durante la Colonia). Dejemos de lado eso, por lo pronto. El asunto es el costo. Porque usted, señora, señor, que paga impuestos, es quien patrocina el paseíto triunfal del alto funcionario. Usted paga a los fotógrafos y videastas que lo persiguen para que la nación no se pierda un solo cuadro de su caminata. Usted paga los salarios de sus escoltas (cuyo número aumentará exponencialmente, mientras mayor sea el cargo del fulano, hasta alcanzar la dimensión de verdaderos batallones) y, faltaba más, los del nutrido grupo de empleados de Angora que, sin embargo, entienden que su lealtad es solamente para el alto funcionario, no para uno.