Un amigo que escribe artículos cada semana en un medio de esos que antes del triunfo de Internet solían ser llamados “nacionales” nomás por ser de la capital, hizo un experimento: escribió un texto crítico sobre las reacciones de ciertos individuos de las redes sociales ante la golpiza recibida por Ana Gabriela Guevara (que, como sabemos, fueron todo un buffet de insultos, burlas, mofas y escupitajos sobre una heroína deportiva nacional, campeona del mundo y medallista olímpica) y esperó el resultado. Lo que consiguió mi amigo, claro, fue que los comentarios de su propio texto se convirtieran en un suburbio de las agresiones a la actual senadora de la República y lo incluyeran. Le llovieron burlas y amenazas también, por mero contagio.
Puede parecer asombroso, sí, pero hay en estas tierras gente contenta con la paliza. Algunos porque piensan que cada legislador debería ser golpeado salvajemente. Otros porque defienden que a cada “famoso” habría que mandarlo a casa con los dientes en una bolsa (y bufaron al ver en cadena nacional a la atleta con la cara desfigurada, diciéndose y diciéndonos “¿Y los que no son famosos?”, como si de verdad les importaran). Unos más justifican los porrazos ya que Guevara les parece “machorra” o poco agraciada (hemos de suponer que son todos unos Adonis y los árbitros de la elegancia mundial). La inmensa mayoría, me temo, dicen lo que su píloro les indica porque la vileza maliciosamente oculta en el anonimato de las redes es sencillísima de ejercer y no tiene ninguna clase de consecuencias.
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El dramaturgo Enrique Olmos de Ita hizo otro experimento: realizó una breve recopilación de algunos de los comentarios más virulentos y salvajes que había visto y la subió a las redes. Lo que consiguió fue que los denunciados se convirtieran en denunciantes y su publicación fuera eliminada (cosa curiosa: tal como han demostrado ciertos videos de los cientos de “lores” y “ladies” que nos rodean, la prepotencia nacional se pone temblorosa en cuanto aquel que la ejerce se sabe observado).
¿Cómo es que alguien que acaba de festejar la humillación y el dolor y que, incluso, le ha deseado la muerte a una gloria del deporte nacional por un motivo enloquecido, como no parecerle suficientemente femenina según un concepto de feminidad de revista de peluquería, tiene la “sensibilidad” de andar denunciando ante los moderadores de las redes a quien lo exhibe (y aquí cabe aclarar que Olmos no insultó ni les colgó milagritos a los agresores, sino que se limitó a reunir y mostrar sus publicaciones, literales y directas de la pantalla)? Es asombroso, sí: los denunciantes, de pronto indignados, resulta que se ofendieron por ser exhibidos tal como son.
Como espectadores de la vieja lucha libre, hay quienes miran la masacre nacional con entusiasmo y piden más sangre. Y que lo seguirán haciendo, me temo, digamos lo que digamos. Hay terquedades más allá de todo remedio posible.