Para cuando lea usted estas líneas, estimado lector, Donald Trump será ya el presidente número 45 de los Estados Unidos. Numerosos boicots habrán acompañado su ascenso (varias decenas de congresistas demócratas, por ejemplo, se ausentaron de la toma de posesión). Una de las protestas que más me llamó la atención, porque revela un rasgo central de la intelectualidad contemporánea, es que profesores y estudiantes de al menos cuatro universidades estadounidenses organizaron una lectura pública de textos del teórico e historiador francés Michel Foucault para que coincidieran con la llegada del multimillonario al poder. Como fundamentalistas que leyeran sus sagradas escrituras sin parar, en espera de que el diluvio se detuviera.
Cuando fueron preguntados por la prensa al respecto de la utilidad de este tipo de medidas, los organizadores aseguraron estar en desacuerdo con quienes les sugerían otras clases de actos (salir a la calle, por ejemplo, como parte de los contingentes de estadounidenses anti-Trump, tan activos durante el fin de semana de la ascensión presidencial). En resumen, lo que dijeron es que los textos de Foucault les parecen muy relevantes para el momento que se vive en su país y que, ya que ellos son estudiosos, se dedicarían a hacer lo que saben, que es seguir estudiando.
No pretendo aquí iniciar una discusión sobre Foucault (que es, de verdad, y pese a la recurrencia inercial con que es citado en las ciencias sociales mundiales, una lectura muy interesante). Lo que me interesa destacar es cierta ceguera intelectual profunda. Pretender que la lectura pública de la obra de un estudioso francés tan complejo y sutil como Foucault equivale a una toma de posición dura y propositiva resulta casi una autoironía. Sí, parece chiste de Saturday Night Live: “Intelectuales de ultra-avanzada leen ensayos complejos como forma de protesta contra la llegada de la ultraderecha al poder”.
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La intelectualidad radical de los Estados Unidos (y de países como Francia, por ejemplo) en los años 60 hizo muchas cosas que pueden parecer criticables a la distancia. Una de ellas fue el famoso “compromiso político”, que quedó como una suerte de obligación heredada para intelectuales de las generaciones subsiguientes. Ese “compromiso”, sin embargo, en muchos casos significó una toma de postura efectiva, con repercusiones concretas en el mundo real. Hubo intelectuales encarcelados, perseguidos, censurados. Y los hubo, también, en los grupos que, por ejemplo, consiguieron impulsar la agenda de los derechos civiles en EUA y derogar leyes racistas sostenidas por gente muy similar a Donald Trump.
Y por un tiempo siguieron allí: Kurt Vonnegut, el genial escritor, por ejemplo, fue orador en el mitin que se celebraba afuera de la Casa Blanca cuando Nixon renunció, en 1974.
Pero el estudio de los textos de Foucault sobre el poder representa para los intelectuales solamente la posibilidad de pararse el cuello con un ejercicio de esnobismo poco podrá hacerse contra alguien como Trump, quien tanto fascina a un montón de personas que no tienen ni idea del pensamiento foucaltiano. Ya veremos.