20 de febrero 2017
Por: Antonio Ortuño

Discordia nacional

Me da escalofríos la frase “unidad nacional”. Nadie habla de algo así cuando las cosas marchan bien. “Unidad nacional” son palabritas a las que se recurre cuando hay problemas. Del estilo que aquellas de “tiene usted que ser fuerte” que les recetan a las personas que reciben el diagnóstico de una enfermedad grave.

¿Qué nos une a los mexicanos? ¿La devoción común por la comida tradicional? Pues sí pero tampoco es para tanto: las redes llevan dos meses repletas de golpes al respecto de si las quesadillas deben o no llevar queso (esencialmente, una emanación más del eterno pleito entre el supremacismo capitalino y el pataleo del resto del país). ¿Qué más? ¿La común esperanza por la selección de futbol? Las derrotas son un pegamento muy malo. Estos pueden ser ejemplos triviales pero se refieren a los argumentos que los “unitarios” esgrimen.

Es iluso esperar que una sociedad de vencedores y vencidos, como la mexicana, en la que capas y más capas de desprecio y humillación histórica y cotidiana se interponen entre connacionales, se una, de pronto, en torno a lo que sea. Incluso ante un enemigo como Donald Trump. Pero no es lo mismo la angustia concreta del pariente de migrantes que teme que sus familiares sean deportados o apresados y se interrumpa el flujo de remesas, que la angustia abstracta de quien se irrita por el racismo de Trump con la íntima paz de que a él no le van a negar la visa o se lo van a llevar entre las patas en una redada. Y en medio de esos dos extremos hay una infinidad de matices que no invitan, precisamente, a la unidad. Porque hay heridas en nuestra relación interna que dividen tanto como el dichoso muro que pretenden levantar en la frontera.

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El fracaso de las marchas de hace dos semanas es prueba de ello. Los empresarios, líderes civiles y de opinión (algunos calificados y otros, francamente, no) que convocaron a la “unidad nacional” para marchar contra Trump deberían preocuparse de la sensación generalizada de escepticismo que recibió su llamado. Y, al menos algunos, deberían reflexionar sobre el precio de haber esbozado, antes, tantas muecas de desdén ante las protestas civiles por la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, los macanazos a los maestros, la corrupción en el gobierno federal y los estatales, los reformazos, las alzas de precios, etcétera.

¿Por qué esos millones de personas que no los ven a ustedes preocupados por lo que a ellas les preocupa acudirían a sus convocatorias? ¿Por qué marcharía codo a codo con ustedes aquel al que se han cansado de llamar güevón por marchar? Pero es más fácil, me temo, echarle la culpa al villano de su circo (López Obrador). Como si él de verdad manipulara a los millones que los oyeron y prefirieron no hacerles caso. ¿Piensan eso? Pues me temo que siguen sin entender a esos compatriotas que esperaron, en vano, en su marcha.

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