Dos o tres veces al año paso algunas horas en Panamá. No porque tenga yo unos centavitos invertidos en paraísos fiscales y los ande pastoreando (ya quisiera), sino porque hacer escala en Panamá es el mejor modo de llegar desde Guadalajara, mi ciudad, hacia América del Sur sin pasar por ese agujero negro de Calcuta que es el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. La terminal panameña tiene la ventaja de ser “puerto libre”, es decir que, a menos de que uno quiera visitar la ciudad y el canal, nadie le pide pasar por revisiones de aduana o migración. El resultado es que uno puede saltar de un vuelo a otro con plazos tan apretados como media hora sin mayores problemas.
Sé que hay gente que disfruta la visita al canal pero a mí, qué quieren, me parece uno de los espectáculos más defectuosos del planeta. La escena es así: uno, en compañía de otros 200 ingenuos, se para en una terraza. Abajo, un buque carguero avanza con lentitud desesperante de una esclusa gigante a otra. Las esclusas se van llenando de agua poco a poco para que el buque transite. Cuando esto sucede, se vacían, también poco a poco. Los marineros, al pasar, saludan a la pequeña multitud reunida, que los vitorea. Un animador con micrófono da explicaciones sobre la “maravilla de la ingeniería” que uno está observando y trata de maquillar el tedio profundo en el que se hunde el público mandando saludos “a todos los buenos amigos de Colombia, de Venezuela, de México” (y los naturales de esos países aplauden al ser nombrados)… etcétera.
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La ciudad, en cambio, resulta más interesante. Sigue llena de barracones y construcciones abandonadas por el Ejército de EU, que tuvo el control del canal hasta el 31 de diciembre de 1999. También cuenta con una asombrosa cantidad de rascacielos. El “skyline” panameño no tiene nada que pedirle al de las mayores urbes estadounidenses o asiáticas. La cantidad de comercios de marcas transnacionales con los que uno se topa, especialmente los que se dedican a expender artículos y servicios de lujo, es impresionante. Resulta curioso que un área metropolitana que reúne apenas un millón y medio de personas (de las cuales sólo un tercio habita la ciudad propiamente dicha) exceda económicamente a tantas otras metrópolis latinoamericanas mayores.
“Aquí hay muchísimo dinero. Primero lo trajo el canal y ahora lo traen los bandidos de esos edificios”, me dijo, señalando las cumbres de algunos de los rascacielos, el guía que me condujo por la ciudad el año pasado, muchos meses antes de la aparición en el horizonte de los “Panama Papers”. “Somos uno de los lavaderos más grandes del mundo”, completó. No lo decía con orgullo.
Alguien dirá que no hay un solo latinoamericano que confíe en sus élites. Quizá. Pero esa desconfianza está cimentada en la constatación permanente de que las élites hacen trampa. Estoy seguro de que a mi guía el asunto de los “Panama Papers” no lo sorprendió ni poquito.