No soy religioso, ni jamás he creído en ningún camino esotérico. De chico, mientras mi mamá meditaba en clase de yoga, yo me acercaba a su profesor, sordo de un oído, e intentaba distraerlo con ayuda de un G.I. Joe cuya mochila emitía sonoras explosiones. Creo en Dios, pero sólo cuando me como un buen taco al pastor. No confío en energías misteriosas, figuras celestiales o soluciones mágicas.
Un buen día, hace poco más de dos semanas, me harté. Caí en la cuenta de que con el 50% de los cigarros que me fumo busco ablandar tensión, mucho más que satisfacer una necesidad de nicotina. Despertaba con la mandíbula tensa, y bastaba una milésima de segundo para que me sofocara un ánimo aprehensivo, mientras repasaba todo lo que tenía que hacer durante ese día en particular. Esa epifanía llego junto a un hallazgo, cortesía del Financial Times y la revista GQ. Ambas publicaciones le dedicaron un largo artículo a la meditación trascendental, citando, como es la norma, a las celebridades y personajes que han recurrido a ella: Jerry Seinfeld, Oprah Winfrey, David Lynch, el inversionista Ray Dalio y muchos otros.
Decidí que era hora de probar una solución que no viniera en un frasco. Entré a Google. Tecleé Meditación Trascendental México. Y obtuve un teléfono.
El teléfono me llevó a una cita, en un rincón de Polanco, para un curso propedéutico. Y de ahí, tras un pago, al curso en sí: cuatro sesiones en las que aprendí lo básico acerca de la meditación, adentro de una escueta salita, con dos sillas de oficina, que olía a incienso (siempre me ha gustado el incienso).
Soy suficientemente pragmático como para saber que muchos de los beneficios que he percibido desde que empecé a meditar pueden ser resultado de mera sugestión: el que medita cree que le está haciendo bien, está seguro de eso, y por lo tanto se siente mejor. Tampoco me compro todo el paquete: no sé si la meditación trascendental de veras libera nuestra capacidad cerebral, alivia tensión, enfoca pensamientos y nos hace conocernos a nosotros mismos. Lo que sí puedo decir es que hay algo muy reconfortante en dedicar 20 minutos de cada día a estar quieto, con los ojos cerrados, sin atender ningún impulso externo. Y que eso, por sí solo, ya es un beneficio tangible.
Seguiremos informando.
(DANIEL KRAUZE)