“Las colecciones de art brut y las investigaciones que se refieren a ellas fueron iniciadas en 1945 por el pintor Jean Dubuffet. Agrupan producciones de todas clases —dibujos, pinturas, bordados, figuras modeladas o esculpidas, etcétera— que presenten un carácter espontáneo y fuertemente inventivo, deban lo menos posible al arte habitual y rutinario o a los tópicos culturales, y tengan por autores a personas oscuras, ajenas a los medios artísticos profesionales”, se lee en “La compañía del Art Brut”, texto del propio Dubuffet en coautoría con Michel Petitjean y Slavko Kopac.
Mientras la Ciudad de México bullía por la sofisticación insoportable de la última edición de Zona Maco y las inauguraciones simultáneas en varias galerías, yo decidí cazar piezas de art brut en los poco rutilantes escenarios de una oficina de gobierno. ¿Dónde, sino ahí, podría haber encontrado a esos autores “oscuros” de los que habla Dubuffet, y que hoy por hoy constituyen, de espaldas al mercado, la verdadera vanguardia enmohecida del arte contemporáneo?
Mis hallazgos, que siguen a la espera de una galería audaz y avocada al fracaso (última épica posible), fueron suculentos. Sostenidos precariamente con tachuelas sobre una decolorada mampara de cubículo, encontré collages y objetos encontrados que sin querer retoman una línea abandonada por Kurt Schwitters a principios del siglo pasado: impresiones en baja calidad de Ferraris de precios prohibitivos sobrepuestos a dibujos infantiles con crípticas inscripciones, monigotes de mazapán arrumbados junto a facturas de 2004, instalaciones discretas de llaveros colgando de un clausurado sistema de aire acondicionado, calendarios obsoletos con perritos torturados por el peso de su propia ternura. El arte en las oficinas florece con más brío y menos reflectores que en los museos más célebres. El ingenio de los anónimos burócratas, azuzado por las horas-nalga de su rutina infame, da lugar a piezas completamente esquizoides, fracturadas, insobornables.
Pero no es la plástica el único formato en que el oficinista innova. Hace años, en uno de los trabajos más mecánicos que tuve, varios compañeros nos dedicamos, durante días, a intercambiar sonetos. El resultado fue un muy digno florilegio de la procrastinación moderna: rimas en memoria de la fotocopiadora, quejas a la autoridad sutilmente deslizadas en tercetos ripiosos pero no por ello menos atrevidos.
Si el ocio es el padre de todas las artes (por subvertir un poco el desgastado dictum), las oficinas son el caldo primigenio del ocio más puro, por lo que no debe extrañarnos que las conductas ahí tiendan más pronto que tarde hacia el deleite estético. En las horas muertas hasta el horario de cierre, los oficinistas inventan (inventamos) máquinas absurdas que Leonardo Da Vinci no desaprobaría.
Es cuestión de tiempo antes de que el mercado, ave de presa que no perdona movimiento alguno, ponga sus voraces garras sobre la mina virgen del arte oficinesco. Ahí estaré yo para reclamar, sin convicción excesiva, mi título de profeta.