“México se come a sus muertos”. Vi el título de la columna y pensé en un horrible monstruo deglutiendo un cadáver. Ante la inocua imagen de fantasía seguí leyendo intrigado: ¿qué realidad ocultaba la metáfora? ¿Qué quería decir el periodista Salvador Camarena? ¿Era sólo un crudo juego literario?
En México a los muertos los lloramos, buscamos, y si los encontramos los enterramos. Pero, ¿nos los comemos? El nudo de su argumento era el círculo infernal fundado por los criminales: no sólo torturan y matan, sino extinguen. Los cuerpos se disuelven en ácido, se calcinan, trituran: si la víctima se vuelve carbón o polvo el asesino asegura que la pista hacia él sea cero.
El columnista recuperaba una palabra dicha por el fiscal de Veracruz, Luis Bravo. Esa palabra revelaba qué debió hacer la Policía Científica con la tierra de un rancho para hallar los restos de dos de los cinco jóvenes de Tierra Blanca entregados por la policía a la delincuencia: “Cernir”. Como cuando cernimos harina, ellos tuvieron que colar la tierra de Tlalixcoyan para filtrar diminutos pedazos humanos.
En casi cualquier parte del mundo quien oye “un muerto” imagina un cadáver. Aquí, con idéntica frase, podemos imaginar la nada. De los muertos, con cada vez más frecuencia, queda nada. Entonces, como decía el artículo, nuestra deplorable justicia no tiene nada que investigar y, por tanto, nadie a quien condenar.
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El último mes ha sido descarnado. Un bebé de siete meses, Marcos, fue ejecutado en Pinotepa Nacional. La periodista veracruzana Anabel Flores apareció asesinada, maniatada y semidesnuda en una ruta. La policía de Veracruz levantó a cinco jóvenes que iban a una fiesta; en el rancho El Limón -donde dos de ellos aparecieron muertos- surgieron tres mil fragmentos de cientos de personas. Y ayer, 52 reos fueron asesinados en Topo Chico.
La máquina de la muerte galopa y cómo ilusionarse en que dejará de hacerlo si la misma semana en que el genocidio alcanzó esta estridencia, este pavor, el Presidente se tomó selfies con niños en su avión de 218 millones de dólares. Sonriente, gozoso, festivo en medio de su nación de muertos pulverizados.
La columna “México se come a sus muertos” develaba el secreto de su título en éste, su final: Alguien que ha buscado desaparecidos hace poco me decía con pesar que a muchos no los vamos a encontrar. “Sabemos de casos en donde incluso para borrar el rastro se los dan de comer a los cerdos”.
Para los delincuentes, la gente es sólo carne.
El miércoles, los medios nos entregaron otra imagen, quizá la más bestial pese a carecer de una gota de sangre: las cajas de cartón con que los restos del joven de Tierra Blanca, Bernardo Benítez, fueron devueltos a sus padres por la Gendarmería Nacional. La multimillonaria policía de “elite” que Peña creó devuelve cuerpos humanos en cajas de mercado.
Para nuestra autoridad, la gente es también sólo carne.